domingo, 23 de mayo de 2010

Mesa: Derivas y balance crítico de la lucha armada

Texto leído en el Congreso Nacional Memoria, Historia y Proyecto Social, el 21 de mayo de 2010, en la mesa "Derivas y balance crítico de la lucha armada". 


La combinación de académicos y exguerrilleros en esta mesa puede resultar explosiva, pues los primeros nos movemos en el nivel de la teoría (y algunos en el de la praxis teórica) y los segundos fundamentalmente en el de los hechos, por lo que nuestros planos de la realidad no coinciden con frecuencia. De cualquier forma, me parece provechosa la oportunidad de dialogar y de hacer un esfuerzo de traducción de nuestros respectivos lenguajes.

No me resulta fácil hablar de la lucha armada en términos generales. A diferencia de los sociólogos, lo primero que un historiador se pregunta es ¿dónde? ¿cuándo? ¿cómo? Tan sólo en el siglo XX mexicano el espectro más abigarrado de fuerzas políticas opositoras apeló a la vía armada: los hacendados y pequeños propietarios antiporfiristas, los anarquistas, los agraristas, los cristeros, los sinarquistas y, por supuesto, los estudiantes y campesinos radicalizados y los socialistas revolucionarios. Todos estos actores afirmaban su voluntad de lucha en la cancelación de todas las vías pacíficas para la resolución de conflictos específicos.  Esto me permite jugar con la idea de Baudrillard de que la guerra no es la continuación de la política por otros medios, sino la continuación de la ausencia de política. En efecto, la lucha armada es un síntoma de la descomposición de un régimen. Los gobiernos autoritarios y totalitarios fueron los principales impulsores de la violencia política en el siglo XX, en contraste con países más o menos democráticos, que no cuentan con listas de opositores ejecutados, torturados o desaparecidos o con movimientos sociales salvajemente aplastados. Por supuesto, me sitúo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa occidental se propuso llevar toda violencia fuera de su territorio y sólo aparecieron expresiones marginales como la Fracción del Ejército Rojo en Alemania y las Brigadas Rojas italianas como evidencia del malestar en la cultura. En el llamado tercer mundo, en cambio, las luchas por la liberación nacional o por la revolución socialista se volvieron parte de la cotidianidad.

México no fue la excepción. El país transitó de la dictadura porfirista a la dictadura de un partido de Estado, lo que hace un total de 100 años de dictadura, interrumpidos solamente por los 19 años de lucha armada y desajustes políticos que se suscitaron entre 1910 y 1929. El partido de Estado que bajo sus diferentes acepciones (PNR, PRM, PRI) gobernó entre 1929 y el 2000, vivió un proceso de paulatina erosión, que dio lugar a una supuesta transición democrática. Algunos nos negamos a creer que México esté viviendo en la democracia plena, pero tampoco hemos encontrado una fórmula adecuada para caracterizar a un régimen amorfo que combina el autoritarismo y el presidencialismo con una fuerte dosis de partidocracia y donde las decisiones de peso se toman en la esfera económica. Al parecer, estamos ante una dictadura de mercado en la que los poderes de la unión son poco más que irrelevantes.

En una perspectiva de larga duración, en los últimos 100 años la lucha armada se ha activado cíclicamente en diferentes periodos y regiones de México. Sin embargo, sólo hay dos coyunturas en las que esta lucha ha alcanzado una dimensión nacional: en 1910, con los resultados por todos conocidos y durante la llamada “guerra sucia” de los sesenta y setenta, cuando la izquierda revolucionaria intentó acabar con la dictadura del PRI para instaurar la dictadura del proletariado empleando la estrategia de la guerra de guerrillas. De hecho, este intento por hacer una nueva guerra revolucionaria, junto con el fenómeno del narcotráfico, que emergió con fuerza por las mismas fechas, pueden ser leídos como los dos grandes síntomas del fracaso de la revolución mexicana.

A diferencia de todos los héroes clandestinos de la historia de México, desde Hidalgo y Morelos hasta Zapata y Villa, en el discurso público los guerrilleros del pasado reciente han sido criminalizados, vilipendiados y condenados al olvido. Para ellos no hay estatuas, homenajes ni poemas, más que los que les dedican los que fueran sus compañeros de batalla. ¿Cómo explicar esta fascinación por la lucha armada del pasado, que nos mantiene bajo un bombardeo cotidiano de propaganda en torno al Bicentenario, en contraste con ese desprecio categórico hacia los que no buscaban más que hacer una tercera gran revolución en México? Me parece que, en la medida en que las revoluciones son procesos fundacionales y fuente de legitimación de los gobiernos emanados de ellas, no se les puede ignorar, sin embargo, es necesario cosificarlas y hacerlas parecer como cosas distantes, propias de un pasado remoto, a fin de hacerlas perder su fuerza de inspiración y transformación en el presente.

Así, en el terreno ideológico, la lucha se da entre los que pretenden mantener a los muertos convenientemente sepultados y limados de toda aspereza, para evocarlos únicamente como parte del folklore histórico nacional, y los que de ellos toman prestado el filón subversivo y se reclaman como los herederos o continuadores de su obra. Yo no digo que haya que ponerse de uno u otro lado, también hay otras alternativas. Desgraciadamente, cuando se habla de lucha armada casi siempre se espera que se haga una calificación acerca de si es buena o mala, útil o inútil. En general, los intelectuales se erigen como el fiel de la balanza para juzgar sobre cosas que ellos nunca han visto ni vivido ni de lejos y muy frecuentemente, en nombre de la sacrosanta ciencia, introducen juicios morales de contrabando para llevar a la condena política a comunidades o pueblos que toman las armas para luchar por su emancipación (por lo general, acusándolos de terroristas o extremistas inflexibles). Por el contrario, los académicos de izquierda comúnmente se aprestan a certificar toda lucha social como legítima y correcta y, dependiendo de su nivel de radicalidad, eso incluirá a la lucha armada , con lo que dotan a la protesta social de un valor positivo intrínseco. Como podemos apreciar, el debate ideológico se filtra a un ámbito que se autoproclama como neutral. Como partidaria del pensamiento crítico, creo que es un deber ir más allá de la lógica binaria y entender la complejidad del asunto.

En principio, no creo que a los académicos nos competa extender certificados de nada. Aunque la teoría esté referida a la praxis, no puede suplantarla. Como señalaba Ernesto Sábato en El túnel, ¿cómo alguien que no es médico puede juzgar si una cirugía fue hecha correctamente? Este argumento, sin embargo, puede resultar peligroso, pues no se trata de descalificar el oficio de los analistas y científicos sociales, que desde fuera pueden ver aspectos que desde adentro no se perciben. En ese sentido, mi posición es un llamado a la prudencia y la humildad, para que los estudiosos no se sientan por encima de los luchadores sociales y para que éstos tampoco desprecien lo que pueden aprender de ellos, pues el antiintelectualismo ya le ha costado bastante caro a la izquierda en su conjunto.

En segundo lugar, no creo que los procesos históricos relativos a las luchas sociales sean positivos o negativos por sí mismos, lo son en diferentes grados y en relación con algo más. Lo mismo se puede decir de la lucha armada, que no sólo no es ajena a la social, sino que es su expresión más radical. Ningún movimiento armado es igual a otro, por parecidas que sean las circunstancias, las causas, las ideologías, etc. Me opongo así a la descalificación o a la justificación unánime de la vía armada. Las guerrillas en América Latina de las décadas de los 60 y 70 tuvieron un origen más o menos común, debido al impacto de la revolución cubana en el continente, sin embargo, en algunos casos, como el uruguayo y el argentino, las organizaciones político-militares antecedieron a las dictaduras y contribuyeron activamente a la polarización social y al escalamiento de la violencia, así que no se pude afirmar que ésta haya sido causada de forma unilateral por el Estado. Al respecto, es pertinente distinguir entre violencia defensiva y violencia ofensiva. No se puede descalificar a una comunidad o pueblo que ha sido víctima de una violencia de Estado ininterrumpida por tomar las armas para defenderse, pero tampoco se puede justificar a una guerrilla cuando, en su ofensiva contra el Estado terrorista, provoca el baño de sangre de sus bases de apoyo, a las que por lo general es incapaz de defender.

Dentro del complejo causal de la lucha armada, no hay nada más equivocado que pensar que los más pobres de nuestra América se incorporaron naturalmente a los proyectos revolucionarios. La composición de clase de las guerrillas fue diferente en cada país: en unos predominaron los estudiantes de clase media, aliados con movimientos campesinos que tenían una larga trayectoria de organización en el ámbito de la contienda cívica (como ocurrió con algunas guerrillas de México y Colombia), mientras que en otros casos los sindicatos de obreros o jornaleros tuvieron un papel fundamental (como en Uruguay y Argentina). En otras palabras,  la gente pobre no se va a la lucha armada sólo porque sea pobre y la gente organizada no siempre se va a la lucha armada, aunque no tenga otras opciones de participación política. Desde luego, debe haber condiciones estructurales y organizacionales para realizar un movimiento armado, pero el factor sin el cual éste no se explica son los procesos de enmarcamiento, a través de los cuales los actores colectivos adquieren un convencimiento profundo de la necesidad histórica y la pertinencia u obligatoriedad política y moral de la lucha armada. Hay que enfatizar que los procesos de enmarcamiento son un fenómeno de significación colectiva del entorno que es propiciado por las redes sociales: la familia, la escuela, el trabajo, el vecindario, la comunidad, etc.

Por lo que concierne a los resultados de la lucha armada, a la polémica sobre su utilidad o inutilidad, es innegable que, salvo contadas excepciones, todas las organizaciones guerrilleras fueron eliminadas a un nivel que impidió su reproducción. La extrema izquierda fue objeto de un genocidio y no se lograron los cambios anhelados, pese a que todas las dictaduras llegaron a su fin en el transcurso de la década de los ochenta (excepto la del PRI, que duró una década más). En cada caso, habrá que analizar si el movimiento armado, al margen de sus objetivos, tuvo algún papel en la democratización de sus respectivos países. Para el caso mexicano, se debate la incidencia de las guerrillas en la creación de la reforma política de 1977, que fue la más trascendente de cuantas se habían realizado, pues fue la primera que admitió la participación de la oposición en las elecciones. En mi opinión, aunque la izquierda calificada como “reformista” fue la que mantuvo esta exigencia al menos desde 1968, fue el radicalismo sostenido de la izquierda social y de la armada lo que motivó al presidente José López Portillo a abrir el sistema político a los opositores. En el caso argentino, en contraste, fue el impacto internacional del movimiento de derechos humanos, aunado a la coyuntura de la derrota en la guerra de las Malvinas, lo que propició el hundimiento de la dictadura militar.

Las guerrillas centroamericanas deben analizarse con otros parámetros, pues fueron muy distintas las condiciones de surgimiento de cada una. Lo interesante es que en los tres casos emblemáticos: Guatemala, El Salvador y Nicaragua, las organizaciones armadas no pudieron ser derrotadas militarmente, pese a la intervención de los EUA, por lo que las partes en conflicto tuvieron que negociar. Caso aparte, en todos los sentidos, son las FARC de Colombia y Sendero Luminoso, en Perú, los cuales, a semejanza de los centroamericanos, lograron consolidar importantes ejércitos campesinos y librar una guerra popular prolongada contra sus respectivos Estados, con la diferencia de que ésta todavía dista de concluir. Dos son los aspectos que se destacan de estos grupos: por un lado, su vinculación directa o indirecta a la economía del narcotráfico, por el otro, su falta de reconocimiento a los derechos humanos de la ciudadanía. Esto significa que estas organizaciones han perpetrado prácticas de tortura, secuestros, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales no sólo de elementos de las fuerzas de seguridad, de los paramilitares y de miembros de la clase política o de la llamada burguesía, sino también de civiles ajenos al conflicto. No es que las guerrillas setenteras no hubieran en algún momento afectado también a la ciudadanía pero, al menos declarativamente, en sus códigos de ética, muchas de ellas se oponían a los blancos ciegos y a las agresiones a los civiles. Esta forma de proceder de las FARC y de Sendero Luminoso les ha concitado el rechazo de sectores importantes de la población, lo que aprovechan sus gobiernos para establecer un consenso antiguerrillero. Sin embargo, nunca podemos olvidar que la asimetría de fuerzas es total, pues el Estado cuenta con todos los recursos disponibles para aplastar a sus enemigos, incluyendo la formación de bandas paramilitares, con las que pretende encubrir y eludir su responsabilidad. Así, no es casual que los paramilitares sean los principales responsables de la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad en las regiones donde hay conflictos de baja intensidad en la actualidad.

Lo que quiero evidenciar con estos ejemplos es la extraordinaria complejidad del fenómeno de la lucha armada y la imposibilidad de meter a todas las guerrillas en el mismo saco, como lo hacen algunos estudiosos del tema. Tampoco quiero dar la impresión de que hay guerrillas buenas y malas, todas surgieron en contextos específicos de polarización sociopolítica y cada una ha tenido un proceder diferenciado. De hecho, lo único que parecen tener todas ellas en común es un costo humano y social muy elevado. Se trate de mil víctimas o de doscientas mil, ninguna guerrilla puede eludir su corresponsabilidad en el desgarramiento del tejido social. Sin embargo, de forma paradójica, la lucha armada trajo consigo la aparición de un movimiento y una cultura en pro de los derechos humanos en la mayoría de los países de la región, que ha ido en progreso desde finales de la década de los setenta hasta nuestros días.  En otras palabras, los derechos humanos en América Latina son hijos del genocidio de la izquierda radical.

Para concretar mi posición, debo decir que no soy quién para decirle a la gente que no tome las armas para pelear por sus derechos, o por el contrario, que lo haga. Eso sería  irresponsable. Yo confío en el análisis de la experiencia acumulada y en la sabiduría de los movimientos sociales para imaginar las formas de lucha y de resistencia que más les convengan. Al respecto, yo quisiera plantear algunos elementos que abonen en el análisis de la experiencia de los movimientos armados recientes en México. Yo estudio específicamente el periodo de la llamada “guerra sucia mexicana”.  Hay algunos puntos que han sido materia de debate y en los que tendríamos que poner mayor atención. A continuación, enumero algunos de los más importantes.
1.    1.No hay una definición acerca delo que la prensa dio en llamar “guerra sucia”. Los que sólo enfocan la violencia del Estado contra la población, hablan de terrorismo de Estado.  Los que admiten que la violencia, por asimétrica que haya sido, fue de los dos bandos, prefieren hablar de una guerra, aunque no logran ponerse de acuerdo en los términos de la misma, pues para algunos fue de carácter revolucionario, mientras que para otros fue de baja intensidad.
2.      2. No ha habido análisis concretos acerca del sujeto político de la rebelión. El conflicto no se puede entender en los términos ortodoxos de la lucha de clases, pues el proletariado brilló por su ausencia y el campesinado sólo participó activamente en los estados de Chihuahua y Guerrero. No se ha explicado suficientemente por qué el grueso de militantes de organizaciones urbanas y líderes guerrilleros eran estudiantes o profesores de escuelas de educación superior urbanas y rurales.
3.      3. La pregunta clásica, sobre si había o no condiciones en México para un levantamiento armado, por lo general se ha respondido descalificando la ideología leninista de los guerrilleros en torno a las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución. Es un debate interesante que se debe dar a profundidad. Desde mi punto de vista, las generaciones de los sesenta y setenta crecieron con el impacto de muchas revoluciones (la mexicana, la rusa, la china y la cubana), por lo que creyeron que una nueva revolución era posible. No estaban locos ni eran unos fanáticos delirantes, pero tampoco valoraron adecuadamente las condiciones materiales e ideológicas de una sociedad que todavía tenía frescos los recuerdos de la  violencia que desató el proceso de 1910 pero, sobre todo, que estaba aterrorizada y pasmada por la masacre de Tlatelolco.
4.      4. No se ha explicado satisfactoriamente el aislamiento político internacional del movimiento armado mexicano y por qué Corea del Norte fue el único país que prestó ayuda a una organización guerrillera. Tampoco hay estudios serios acerca de la posición del gobierno cubano, como presunto proveedor de información al servicio secreto mexicano en torno a los militantes mexicanos que iban a pedir ayuda al régimen castrista.
5.      5. La relación costo-beneficio en las guerrillas mexicanas, donde las victorias son nulas o pírricas y las pérdidas muy altas, nos debe obligar a pensar si la estrategia de la guerra de guerrillas tiene viabilidad en nuestro país. Asimismo, a la luz del exterminio de cuadros medios y de primer nivel en las décadas de los 60, 70 y 80, y del impacto que esta ausencia de líderes ha tenido en la actualidad, es deseable que la izquierda renuncie a su vocación martirológica y procure ante todo la seguridad de sus militantes, pues la historia nos ha enseñado que es falso que los luchadores sociales sean fácilmente reemplazables.
6.      6. El problema de la desmemoria sobre la guerra sucia es quizá uno de los que debe dar más de qué hablar. La estrategia gubernamental para exterminar a las guerrillas físicamente y extirparlas del imaginario colectivo ha sido sorprendentemente exitosa. La indiferencia social ha abonado el terreno a la impunidad hacia los crímenes de lesa humanidad que se cometieron durante la dictadura del PRI, lo que se traduce en una complicidad colectiva. La sociedad está más o menos dividida entre los partidarios del “borrón y cuenta nueva” y los que creen que los guerrilleros eran delincuentes o terroristas que merecían ser asesinados o desaparecidos. Lamento no tener una estadística a la mano que respalde mi dicho, pero desafortunadamente los partidarios de la justicia en los términos del derecho internacional somos minoría.
7.      7. Debido a esta amnesia y complicidad colectivas, no ha habido ni voluntad política ni interés ciudadano en encontrar a los más de mil ciudadanos que fueron detenidos-desaparecidos durante la guerra sucia.  Es increíble que de toda la amplia red de personas que podrían dar información sobre los desaparecidos que estuvieron en campos militares, tales como custodios, enfermeras, personal de intendencia, militares desertores, procesados militares y los familiares que los visitaban, entre otros, no haya más que un par de testimonios. ¿Dónde están todos esos cientos de testigos mudos? Del mismo modo, es increíble que pese a la información que han dado algunos represores, respecto a que los desaparecidos o bien fueron cremados en Campo Militar No. 1 o fueron arrojados al mar desde aviones de la fuerza aérea, no se les haya llamado a juicio por estas terribles confesiones y todos hayan hecho como si no se hubiera dicho nada.
8.      8. Las víctimas del Estado hasta ahora son las que han recibido mayor atención, sin embargo, hay un tipo de víctimas que están en el limbo, al no contar con un status jurídico que las proteja. Me refiero a las personas que, acusadas de traición o deserción, fueron  ajusticiadas y desaparecidas por las propias organizaciones guerrilleras. Más allá de comprender el contexto militar de estas acciones, los derechos de las familias de estos desaparecidos extraoficiales también fueron vulnerados y ellas reclaman consideraciones éticas para su dolor. Este tema se ha convertido en una especie de tabú, pues por lo general la propaganda gubernamental y los académicos de derecha han acusado a las guerrillas de practicar esta especie de canibalismo en su seno y llegan al extremo de atribuir todas las desapariciones a los grupos armados. No se trata de magnificar el asunto para descalificar la acción política de la guerrilla, pero tampoco debemos soslayarlo.  Caso aparte es el de los militares y policías que murieron emboscados por los guerrilleros, pues el Estado admitió indemnizar y pagar las pensiones a las familias, conforme a derecho. 
9.      9. Los ciclos de protesta en México, incluyendo la lucha armada, han mostrado una dialéctica de latencia y recurrencia. Es claro que en el momento actual el movimiento social y armado vive una etapa de reflujo. Yo no veo por ningún lado condiciones para un próximo estallido social o armado (mucho menos revolucionario). Hagamos a un lado la fantasía de la rebelión espontánea de las masas (que en los raros casos en que se da, nunca se sostiene), pues sólo la gente organizada puede promover un cambio radical.  A menos que alguien esté preparando algo desde la clandestinidad, como lo hiciera el EZLN en su momento, no se ve a ninguna fuerza política organizando a las masas para nada. De hecho, en lugar de una explosión vivimos una implosión de resultados impredecibles. Así, más allá de escandalizar a la opinión pública con el mito del inminente estallido, debemos hacer análisis prospectivos bien fundamentados.
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Lo anteriormente expuesto no significa que tengamos que dejar de luchar por cambiar nuestro destino. Lo que a ciencia cierta he aprendido de los rebeldes del pasado, es que la lucha social es un patrimonio transgeneracional que no debe perderse. Esta historia de batallas que ha costado tanta sangre y sacrificios, también es un cúmulo de experiencia que los nuevos movimientos sociales deben absorber, no para reproducir aciertos y evitar errores, eso es imposible, sino para inspirarse en los repertorios de lucha, para renovarse y no perder nunca el horizonte utópico de nuestra humanidad emancipada pues, como dice el filósofo Slavoj Zizek, somos libres mientras luchamos por la libertad.