lunes, 5 de septiembre de 2011

Los crímenes de lesa humanidad bajo el pretexto de la guerra contra la delincuencia organizada

Escribí este ensayo en el contexto de las actividades de la Campaña Nacional contra la Desaparición Forzada por la Semana Internacional del Detenido-Desaparecido, en mayo del 2011. No soy experta en el tema y considero que debería hacer una investigación más profunda para sustentar algunos de los puntos de vista que expongo. Así, aún cuando este texto es muy básico y no es del todo compatible con la temática de este blog, lo socializo con la intención de escuchar otras opiniones y sugerencias. Cualquier intento de polemizar es más que bien venido.


Los crímenes de lesa humanidad bajo el pretexto de la guerra contra la delincuencia organizada
            Para abordar este complejo asunto, procederé a elucidar las causas de la llamada “guerra contra el crimen organizado” y en un segundo momento hablaré del tipo de crímenes de Estado que se están cometiendo y que ameritan responder a la pregunta de si acaso somos los testigos mudos de un genocidio de proporciones nunca antes vistas en el México contemporáneo.
Desde que, en medio de un profundo cuestionamiento a su legitimidad, Felipe Calderón asumió la presidencia en diciembre de 2006, el acontecer nacional gira en torno a una guerra que le fue impuesta a la ciudadanía sin ninguna consulta previa. El terror se ha escalado, se ha naturalizado y ha cobrado unas dimensiones que no parecen humanas y, en medio de la vorágine, la sociedad aturdida intenta buscar respuestas a un fenómeno que rebasa por mucho nuestra capacidad de entendimiento, pues se desarrolla con una celeridad que impide cualquier asimilación de lo ocurrido.
            Algunos analistas políticos han fomentado la visión de que el presidente inició la guerra con el objetivo de ganar legitimidad frente a la población, al posicionarse como el primer presidente que tuvo el valor de afrontar al crimen organizado. A la distancia, el análisis parece ingenuo, pues Calderón ha demostrado de forma reiterada la poca importancia que le confiere a la opinión, los intereses y las demandas de un amplio sector de la ciudadanía que no está de acuerdo con su estrategia de guerra. Por el contrario, desde el inicio de su sexenio han sido notables sus esfuerzos por consolidar sus relaciones con un segmento del empresariado (en especial, con los dueños de los medios de comunicación) y, sobre todo, con el gobierno estadounidense. Asimismo, Calderón ha comprado la lealtad del alto mando del ejército con considerables aumentos salariales, con la ampliación de la autonomía y las atribuciones de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y con la garantía de impunidad absoluta hacia las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el instituto armado en el pasado y el presente.
            Descartada la hipótesis de la búsqueda de legitimidad, ¿cuál es el origen de esta guerra que a simple vista parece un acto absurdo de autoritarismo presidencial? Aún cuando todavía falta mucha investigación fina por hacer, las revelaciones de Wikileaks han sido útiles para probar de manera fehaciente la red de complicidades que se tejió en contra del ascenso de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia. En uno de los cables se aprecia que una de las razones por las que los Estados Unidos se esforzaron por impedir que la izquierda llegara al poder fue para aislar al gobierno de Hugo Chávez en la región del circuncaribe. Sin embargo, esa no fue la única, ni la más importante. El gobierno de George Bush requería de un homólogo en México con el que tuviera un pleno entendimiento ideológico en el terreno de la política belicista, en el tema del petróleo, en el tratamiento a las cuestiones del narcotráfico y la migración. Es altamente probable que Calderón hubiera negociado estos temas con la Casa Blanca mucho antes de asumir la presidencia. De hecho, esos cuatro rubros han dominado la agenda de las conversaciones bilaterales en los últimos cuatro años.
            Ante el pronóstico de la inviabilidad de mantener la ocupación ilegal de Irak por parte del ejército estadounidense, la Casa Blanca enfrentaba la necesidad de mantener en activo a su industria armamentista, que históricamente ha sido uno de los pilares de su economía. La fabricación de una nueva guerra en Oriente Medio o en alguna otra región del mundo no era viable en el corto plazo, no así un conflicto de baja intensidad que pudiera controlarse de inicio a fin. El escenario idóneo era México pues, dada la frontera compartida, los Estados Unidos podrían operar libre, pero encubiertamente, a lo largo y ancho del territorio, como lo han venido haciendo a través de la Iniciativa Mérida, violando de forma sistemática la soberanía nacional. Lo que parecía una suspicacia paranoica se confirmó al revelarse la existencia de la Operación “Rápido y furioso”, que implicó el tráfico masivo de armas hacia México entre 2009 y 2010 con destino al mercado negro, con la nada creíble justificación de poder detectar a los traficantes de armas de la delincuencia organizada (recordemos que nadie ha caído preso a raíz de este operativo). Estados Unidos es desde hace años el mayor exportador de armas en el mundo y nunca ha mostrado reticencia por vender armas a las dos partes en conflicto, aún cuando retóricamente tome partido por una de ellas.
            Otro elemento, más importante aún, es el papel del narcotráfico en la economía estadounidense. Con una población fluctuante aproximada de 30 millones de adictos a los estupefacientes (de un total de 200 millones en el mundo), Estados Unidos es el principal consumidor de drogas y, al mismo tiempo, el máximo beneficiario de su comercialización, debido a que el principal destino del lavado de dinero de los poderosos cárteles mexicanos es la unión americana. Manipular los precios de las drogas a través de una guerra artificial resultaba, a los ojos de los que no pondrían los muertos, un negocio absolutamente rentable.
Aún antes de la crisis económica mundial que se originó en los Estados Unidos a partir de 2008, bancos norteamericanos lavaron con gran facilidad las ganancias de la mafia mexicana. Bancos como el Wachovia Bank, que lavó 378 mil millones de dólares (el equivalente a la tercera parte del PIB de México), pagó su rescate bancario con ese dinero, lo que le permitió fusionarse con el gigante bancario Wells Fargo.[1] La ingenuidad no puede tener cabida: semejantes cantidades de capital no pueden circular sin que el gobierno más poderoso del mundo se percate de lo que está en juego. Tampoco podemos pasar por alto las investigaciones que han documentado el activo papel que la CIA ha tenido desde la segunda mitad del siglo XX en el control del negocio del narcotráfico como una fuente de financiamiento de primer orden para sus múltiples operaciones secretas.[2]
            Al respecto, se debe cuestionar otra de las interpretaciones predominantes respecto a la narcoguerra, a saber, la alianza entre Felipe Calderón y el cártel del Pacífico (CP o cártel de Sinaloa) liderado por Joaquín “El Chapo” Guzmán. Como lo han documentado diversos periodistas, mientras el PRI mantuvo pactos con los distintos cárteles, la alianza entre el PAN y el CP fue forjada durante el foxismo y reforzada por Calderón, no obstante, la elección de este cártel no fue ni siquiera una decisión del gobierno mexicano o del PAN sino, una vez más, algo que se maquinó desde Washington, D.C. Fue Vicente Zambada, hijo del legendario “Mayo” Zambada, quien hace un par de meses ventiló los vínculos de su cártel con la DEA, el FBI y la Oficina de Control de Aduanas. Más allá de la monumental corrupción institucional que caracteriza los dos lados de la frontera, cabría preguntarse por qué los EU han privilegiado al cártel del Pacífico por encima de todos los demás. Esto puede deberse a que es, desde hace décadas, el cártel más rico y poderoso de la mafia mexicana y puede tener algo que ver con el hecho de que, desde sus orígenes en la década de los sesenta del siglo XX, este cártel ha sido fundado, promovido y protegido por policías y militares mexicanos de primer nivel que, a diferencia de lo que ocurre con otros cárteles, no han desertado de sus instituciones y fungen como intermediarios entre el mundo legal y el paralegal. Por lo tanto, el Cártel de Sinaloa es una entidad sobre la que se puede ejercer cierto control.
Aún cuando faltan más elementos para reforzar estas aseveraciones, no cabe la menor duda de que los Estados Unidos libran en México una guerra que compete casi de forma exclusiva a sus intereses económicos. Lo que la vox populi atribuye al potencial maquiavélico de Calderón, es en realidad una estrategia pensada, diseñada e implementada desde los Estados Unidos. Prueba de ello es que mientras al interior del país Calderón es criticado y considerado como un gobernante sordo y obstinado, las potencias extranjeras –principalmente Estados Unidos– lo felicitan por su labor y le otorgan reconocimientos merecidos desde el punto de vista de lo que ellas esperaban obtener. Lo que los Estados Unidos proyectó, en concreto, era la creación de un Estado fallido, que sólo conservara su potencial coercitivo para reprimir a la sociedad civil organizada, pero que con su debilidad institucional justificara una mayor intervención norteamericana en los asuntos internos de México.
Otro de los mitos a derribar concierne precisamente a la idea de que Calderón se ha equivocado gravemente de estrategia, que las cosas se le han salido de las manos y que, como el principiante de brujo caracterizado por Goethe, con sus conjuros mal hechos ha desatado fuerzas que no puede controlar. Calderón se ha limitado a seguir los mandatos supremos de una oligarquía trasnacional que desde hace ya tres décadas impuso el modelo económico neoliberal. Como es bien sabido, el neoliberalismo es una especie de anarquismo de ultraderecha –valga la expresión– que obliga al Estado a practicarse un harakiri en aras de la libertad de mercado. Bajo ese modelo el Estado conserva sus funciones administrativas pero reniega de sus atribuciones para regular la economía y para administrar los recursos naturales estratégicos, y abdica de sus obligaciones sociales, tales como la educación, la salud, la cultura, la inversión en el campo y la creación de empleos. Aunque las políticas neoliberales no han terminado de consolidarse en nuestro país, las intenciones del actual gobierno respecto a privatizar los recursos naturales (como el petróleo) y a disminuir el gasto social en beneficio de un aumento exponencial del gasto militar, han sido puestas en marcha.
La estrategia de imponer una guerra desregulada obedece también a una lógica de mercado, donde las fuerzas compiten libremente hasta que la más fuerte se impone sobre las demás. El gobierno de Calderón claramente ha permitido la privatización de la violencia y ha favorecido al cártel de Sinaloa con el objetivo de debilitar a los cárteles restantes. El gobierno federal es conciente de que no puede destruir a todos estos cárteles, debido a su poder económico y a las alianzas que éstos han tejido con diversos actores de la clase política y el ejército, así que el objetivo no es acabarlos sino restarles poder económico y territorial, pavimentando así el camino a una concentración monopólica del CP.

La estrategia
El ideólogo de ultraderecha estadounidense, especializado en teoría militar, William S. Lind, hizo una clasificación de las guerras modernas por generaciones. La cuarta generación, que es la que más nos interesa, representaría una ruptura radical con las guerras convencionales, pues los Estados pierden el monopolio de la violencia y hacen frente a unidades irregulares, grupos guerrilleros y células terroristas, cuyas estrategias de combate son ajenas por completo a las de la guerra convencional.[3]
Así, aún cuando en su aparente esquizofrenia Calderón acepte algunas veces que estamos en guerra y otras lo niegue, lo que se está viviendo en México es, sin lugar a dudas, una guerra de cuarta generación. El Estado neoliberal ha permitido que la narco-oligarquía organice sus propios ejércitos paramilitares y, peor aún, que éstos tengan dominios territoriales exclusivos. La militarización del país no tiene que ver con recuperar esas zonas perdidas, por el contrario, en territorios disputados entre los cárteles, el ejército ha intervenido intentando inclinar la balanza hacia alguna de las partes. Además, hay que tomar en cuenta que, fuera del alto mando, la lealtad de algunas corporaciones militares no está con las instituciones, ya que sus integrantes han negociado por su propia cuenta con los cárteles hegemónicos en su zona de operaciones. En todos los niveles de las instituciones de la república existen estas complicidades tejidas en torno a intereses económicos. No se trata de unos cuantos funcionarios corruptos, sino de un tipo de Estado que favorece la simbiosis entre el gobierno y el crimen organizado.
Calderón fue criticado por iniciar la guerra sin haber depurado a las corporaciones policiacas y militares, infiltradas hasta el tuétano por los cárteles. También ha sido criticado por emplear al ejército en funciones de policía, por la falta de inversión en el programa de erradicación aérea de cultivos de estupefacientes, por la ausencia de una política social de prevención de adicciones y por no haber golpeado la estructura financiera de los cárteles antes de iniciar hostilidades. Lo que debemos entender es que todo esto tiene una intencionalidad, no se debe al descuido, la negligencia o la estulticia de la clase gobernante. El que haya decenas de miles de muertos y desaparecidos y menos de una decena de averiguaciones previas por lavado de dinero es parte de la estrategia.
En un intento para atenuar las críticas por las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, el alto mando propuso que en ciertas zonas del país se decretara el estado de excepción, pues con las garantías individuales suspendidas, es más difícil, si no imposible, comprobar la comisión de delitos por parte de las fuerzas armadas, que en tal caso actuarían con un parapeto legal. La razón por la que el gobierno se ha negado a decretar el estado de excepción se debe a la necesidad de salvaguardar la imagen del país para no ahuyentar a la inversión extranjera, y por la misma razón, el discurso público del presidente tiende siempre a minimizar la gravedad de la guerra interna.
La negación de la realidad alcanza niveles grotescos. Así por ejemplo, mientras que alrededor de 110 ciudadanos norteamericanos fueron asesinados en México tan sólo en el 2010, Calderón se atrevió a decir que los turistas sólo han recibido shots de tequila.[4] Sin embargo, el gobierno de los Estados Unidos no puede exigir a Calderón que haga otra cosa distinta a la que le han ordenado, aún si ello implica la afectación de sus ciudadanos.
Otra de las razones por las que no se instituye el estado de excepción es para no afectar los procesos electorales, brindando así una estabilidad virtual para que la vieja clase política se mantenga en el poder.  Ésta hará todo lo posible por realizar reformas cosméticas para convencer a la población de que los cambios dentro de los márgenes del sistema aún son posibles, cuando en los hechos lo único que busca es negociar el reparto de los restos de lo que queda del Estado-nación. Por ende, su prioridad es la competencia electoral, por encima de cualquier iniciativa de saneamiento de las instituciones de la república, y ya no se diga, de un proyecto de nación. La fachada democrática, a los ojos del mundo, es el indicador de la funcionalidad de un sistema. Lo que no se dice es que la democracia mexicana es en realidad una mafiocracia que practica el terrorismo de Estado como si se tratase de una vulgar dictadura.
Sin embargo, el estado de excepción de facto es un hecho consumado. No importa cuán perfecto o perfectible sea el marco legal, puesto que el Estado mismo, cuya razón de ser es el establecimiento y observancia de una legalidad que regule las relaciones políticas, económicas y sociales (el llamado “pacto social”), se mueve constantemente dentro de la frontera entre lo legal y lo paralegal. Por un lado, la ley es aplicada y violada según convenga a los intereses de los grupos de poder, por otra parte, asistimos a la expansión de un orden paralegal, que no fue consensuado ni votado por nadie porque se configuró en la clandestinidad.[5] Es un orden paralelo para el que no tiene ningún sentido la dicotomía tradicional entre lo legal y lo ilegal, ya que él instituye su propia normatividad. La Ley de Seguridad Nacional propuesta por Calderón sólo vendría a dar un barniz legal a una situación completamente anómala.
 La renuncia a toda tentativa de control por parte del Estado ha derivado en la conversión de los grupos criminales en pequeños feudos. Éstos tienen su propia estructura jerárquica de poder (donde los jefes de los cárteles son gobernantes-empresarios), sus propios ejércitos, el control de porciones del territorio, sus propias leyes (particularmente la pena de muerte que aplican indiscriminadamente) y la garantía de control de la población mediante el terror. Además, se trata de narcos neoliberales, que a diferencia de los narcos-benefactores del pasado, no tienen interés en sacar a la población del rezago o en suplir las funciones sociales de un Estado ausente.
En esta paralegalidad siniestra, lo que antes pasaba por excepcional asciende a normalidad a través de la costumbre. El lenguaje frío y eufemístico con el que se pretende encubrir esta desregulación total, no hace sino reforzar la naturalización del terror e inhibir la capacidad de respuesta de la sociedad. Así, nadie se inmuta ya cuando escucha hablar de cabezas cercenadas, ejecutados, “levantones”, “narcofosas” o daños colaterales. Con relación a este fenómeno en general, Zygmunt Bauman observó atinadamente que:
A medida que crece la lista de atrocidades cometidas, también crece la necesidad de aplicarlas cada vez con mayor determinación para impedir que las víctimas hagan oír su voz y sean escuchadas. Y a medida que las viejas estratagemas se vuelven rutinarias y se disipa el horror que han sembrado entre sus víctimas, es necesario buscar urgentemente nuevas artimañas, aún más lacerantes y horrorosas. (Amor líquido, p. 115).
A partir de diciembre de 2006 todo empezó a girar en torno a la narcoguerra. Difícilmente podría encontrarse a un mexicano que se haya librado de hablar del tema en sus conversaciones del día a día, ya sea con dolor y preocupación, con indiferencia o con sarcasmo. La violencia, real o imaginaria, ha penetrado en cada poro de la sociedad mexicana, pero no sólo como agravio. La cultura de los narcos ha conquistado el imaginario colectivo y aparentemente estar en proceso de convertirse en hegemónica. La apología del delito y de los delincuentes ha permeado la vida cotidiana a través de narco-corridos, páginas web, videos musicales con mensajes semi-ocultos, etc. Los géneros musicales patrocinados por los narcos (música banda y grupera) son los que tienen más expansión a nivel nacional. Los cada vez más numerosos contingente de simpatizantes de los narcotraficantes se expresan libremente a través de las redes sociales virtuales. Su ascenso es imparable.
Contrariamente a la versión oficial, el problema no concierne a ciertas regiones geográficas alejadas del privilegiado centro político y económico del país. En la medida en que la guerra, lejos de terminar, se profundiza, son cada vez más las capitales de los estados que sucumben al poder económico y militar del crimen organizado. Indudablemente, el territorio y la sociedad están a merced de las luchas por el poder entre las distintas facciones de la narco-oligarquía. Es en este contexto en el que se están produciendo las violaciones a los derechos humanos más graves y sistemáticas de la historia mexicana reciente.

Crímenes de lesa humanidad: la línea que conduce del pasado al presente sin pasar por la justicia
La definición de crimen contra la humanidad o crimen de lesa humanidad recogida en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional comprende las conductas tipificadas como asesinato, exterminio,  deportación o desplazamiento forzoso, encarcelación, tortura, violación, prostitución forzada, esterilización forzada, persecución por motivos políticos, religiosos, ideológicos, raciales, étnicos u otros definidos expresamente, desaparición forzada, secuestro o cualesquiera actos inhumanos que causen graves sufrimientos o atenten contra la salud mental o física de quien los sufre, siempre que dichas conductas se cometan como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque.
En México contamos con tradiciones históricas de violencia de Estado e impunidad, que claramente constituyen delitos de lesa humanidad, e incluso genocidio. Podríamos remitirnos a la revolución mexicana o a la guerra cristera (aún cuando esos episodios se hubieran desarrollado al margen del derecho de guerra), pero el antecedente más inmediato de un conflicto en el que se cometieron crímenes de guerra y de lesa humanidad es la guerra sucia de la década de los setenta y principios de los ochenta, cuando el Estado exterminó a las organizaciones guerrilleras y a sus bases de apoyo violando el estado de derecho vigente. Esta guerra está íntimamente vinculada a la actual, puesto que militares y policías contrainsurgentes fueron premiados con la administración de los negocios ilegales: secuestro, trata de mujeres, tráfico de autos robados y, por encima de todo, el narcotráfico. Podría ampliar este tema, pero sólo daré un dato que a mi modo de ver es el símbolo de la obscenidad del régimen político: en los mismos aviones Aravá en los que la Fuerza Aérea tiraba a los desaparecidos en el Océano Pacífico, se transportaba marihuana a Nuevo Laredo, Tamaulipas. Uno de los responsables de estos crímenes de lesa humanidad, el general Mario Arturo Acosta Chaparro, no sólo no fue juzgado sino que fue absuelto de los cargos de narcotráfico que se le imputaban y se retiró con honores en 2007, para ser contratado inmediatamente por Calderón como uno de los asesores militares en operaciones encubiertas.
La “guerra sucia” sirvió como un laboratorio de experimentación en futuras guerras. El gobierno aprendió a no utilizar abiertamente al ejército para destruir a sus enemigos, pues de esta forma le restaba legitimidad y se manchaba su imagen. Si bien en las guerras de baja intensidad de las décadas de los noventa también se usó al ejército, se apostó a la creación de grupos paramilitares que a través de un golpeteo sistemático podrían destruir la base social que respaldaba los proyectos insurgentes del EZLN, el EPR y el ERPI, entre otros. De esta manera, desde fines de los noventa la tendencia apuntó a que los paramilitares tendrían más responsabilidad que los militares en las graves violaciones a los derechos humanos, con la diferencia de que a nivel de la justicia sería más difícil señalar tales delitos como crímenes de Estado, dejando a las víctimas en la indefensión total. En la actual guerra, ese modelo es el que ha prevalecido. Con 50 mil muertos, cinco mil desaparecidos y doscientos cincuenta mil desplazados estimados, el sistema judicial pretende hacer creer a la población que la delincuencia organizada es la única culpable, cuando en los hechos, fue el Estado el que por acción, omisión o aquiescencia permitió: 1) que los cárteles de la droga crearan ejércitos de paramilitares poderosamente armados; 2) que tales ejércitos salieran a las calles a pelear entre sí y a aterrorizar a la población y 3) que sus crímenes quedaran en la impunidad total.
Si algún día los crímenes de la actual narcoguerra son debidamente investigados y sancionados, no se podrá poner en duda que la estrategia de guerra implementada por el gobierno condujo al genocidio. Deberán señalarse como máximos responsables a la presidencia de la república y a todos los mandos de la SEDENA, la SEGOB y la SSP, así como de otras dependencias que colaboraron en la guerra. Y deberá reformarse la ley para que otros actores cómplices, como los medios de comunicación, no se puedan lavar las manos por haber encubierto ante la opinión pública la criminalidad del Estado.