martes, 25 de junio de 2013

La relación entre las víctimas y el investigador


En 2003 una serie de coincidencias afortunadas me llevó a conocer a un numeroso grupo de sobrevivientes de la guerra sucia mexicana, así como a familiares de víctimas de la desaparición forzada y otras violaciones graves a los derechos humanos. Me sorprendió que, a diferencia de lo que ha ocurrido con las víctimas de Centro y Sudamérica,[1] las de México no tuvieran visibilidad, reconocimiento ni apoyo por parte de ningún organismo institucional o no gubernamental, nacional o extranjero. En el transcurso de mi investigación sobre la guerra sucia y los abusos masivos a los derechos humanos, de forma espontánea se fue tejiendo entre algunas víctimas y yo un vínculo de solidaridad y afecto, trenzado por nuestra búsqueda común de la verdad histórica. A lo largo de ocho años acompañé a las víctimas por un sendero truculento, lleno de escollos insondables, sin otra aspiración que ayudarlas en sus reclamos frente al Estado, demandando la presentación de los desaparecidos (vivos o muertos), castigo a los responsables de los crímenes de lesa humanidad y reparación integral del daño. Con algunas familias se consolidó una relación fraterna, sincera e impermeable al paso de los años.  En otros casos la experiencia fue amarga y dramática, pero digna de reflexión. Así, puedo decir que aunque la idea de comprometerse moralmente con las víctimas pueda sonar excesiva por su carga de parcialidad y sus muchos aspectos frustrantes, tiene también otros muy gratificantes y enaltecedores.
Yo acepto haber roto una regla de oro del investigador: no involucrarse o establecer compromisos con personas que directa o indirectamente son parte del objeto de estudio. Ese enfoque aséptico, basado en una presunta neutralidad, me resultaba harto chocante. Considero que la Historia debe servir no sólo para nutrir la erudición de académicos entusiastas o la pasión por el conocimiento de los grandes sabios. La Historia debe servir, también, para ayudar a gente concreta a resolver problemas concretos, y eso fue lo que yo conseguí con mi investigación. Ayudar a decenas de personas a esclarecer qué habían hecho sus familiares después de pasar a la clandestinidad, cómo había sido su vida al interior de las organizaciones armadas, en qué circunstancias habían sido detenidos y desaparecidos, tuvo un valor terapéutico extraordinario. Es algo de lo que siempre me sentiré muy orgullosa, pues no sólo tuvimos la oportunidad de trabajar en equipo, reconstruyendo las piezas del rompecabezas, sino que hicimos frente tanto a la perversidad del Estado mexicano como a la de comités autoproclamados defensores de derechos humanos que pretendían detentar un monopolio sobre el tema y que negaban a las víctimas el derecho a tener la iniciativa de buscar información por su cuenta, así como a exigir una reparación integral del daño.  Nuestra estrategia fue dar la batalla jurídica contra el Estado e ignorar a quienes nos señalaban con su sospechoso dedo acusador.
Es mi deseo explicar las diferentes reacciones que observé entre las víctimas a lo largo del proceso, pues es algo que viví en solitario pero quizá pueda ser de utilidad a investigadores que transitan por un camino semejante al mío. Lo primero que hay que entender es que las víctimas no son la fuente de la verdad. El hecho de que hayan sufrido situaciones traumáticas no las convierte en entes intocables e incuestionables. El investigador debe tener la habilidad de evitar preguntas o situaciones que conduzcan a una revictimización, pero también debe tener el cuidado de no ver en la víctima a una fuente pura. La clave está en aprender cómo trabajar con una memoria traumatizada. Para hacer frente al dolor, dar sentido a situaciones que parecen carecer de él y responder interrogantes en medio de un silencio o un desconocimiento apabullante, algunas víctimas fabrican recuerdos de forma involuntaria, aseguran haber participado en hechos que no tuvieron lugar o haber visto o platicado con personas en fechas que resultan imposibles. Esto puede ser un poco desconcertante al principio, pero si se entiende que la psique de las víctimas apela a estrategias de autoprotección, lo que aparece como mentira, rumor o leyenda bajo una perspectiva racional, cobra sentido e incluso se vuelve una pieza necesaria para entender la complejidad del fenómeno. Así, mal haría el investigador en acusar a la víctima de ser mitómana o fantasiosa, sin entender el trasfondo. Desde luego, es problemático que la víctima se asuma como la fuente de la verdad por haber vivido aquellos hechos que el investigador reconstruye, o incluso, por su mero parentesco con los protagonistas. En casos extremos, hay víctimas que apelan al chantaje moral: su sufrimiento es el índice inmediato de su verdad; al desacreditarlas el investigador les echa sal en la herida. Esta clase de víctimas terminarán disgustadas con el investigador por no haber suscrito su versión o no haberle dado centralidad en su narrativa; eso es inevitable, son los gajes del oficio. Si la víctima se presta al diálogo abierto, el investigador puede explicarle pacientemente por qué adoptó tal postura. En contraparte, también es posible encontrar víctimas que por su nivel educativo tienen una visión más rica, compleja y crítica, incluso autocrítica. Sus testimonios parecen oro molido, sin embargo, el investigador no debe caer en la trampa de pensar que la víctima siempre tuvo ese nivel de análisis y crítica. No se debe perder de vista que las personas cambian todo el tiempo y que su reconstrucción de los hechos está inevitablemente permeada por acontecimientos y reflexiones posteriores.
Por otra parte, el investigador siempre tiene que ser cuidadoso con el tipo de preguntas que hace a las víctimas. Hay aspectos íntimos o subjetivos cuya remembranza puede ocasionar dolor a la víctima. Al margen de si aportan o no a la investigación, estos temas deben ser evitados a menos que el investigador tenga entrenamiento en psicología y pueda manejar un momento de catarsis. Hay también, preguntas aparentemente inofensivas que incomodan a las víctimas, en algunos casos porque se trata de cosas que se da por sentado que la víctima debe saber, pero no es el caso, en otros porque la víctima no entiende por qué esa información es de utilidad para el investigador, entonces puede manifestar desconfianza o rechazo frente a él. El investigador debe siempre hacer gala de integridad, honestidad y transparencia, a fin de ganarse la confianza de las víctimas. Desde luego, habrá algunas que manifiesten un rechazo apriorístico y que nunca le den al investigador ni siquiera la oportunidad de exponer su punto, en esos casos no queda más que alejarse. Y puede presentarse también el caso opuesto. En mi experiencia, hubo gente que estaba resentida conmigo porque nunca los busqué para entrevistarlos y empezaron a difundir especies sobre mi persona. En otros casos, hubo víctimas que se sintieron amenazada por la manera en que mis hallazgos podían modificar su versión de los hechos y, sin conocerme ni haber nunca coincidido en ningún ámbito, también fabricaron rumores sobre mi trabajo. El investigador tiene que estar preparado para eso. En un espacio marginal, en el que las víctimas han sufrido largamente en silencio y todo lo que han hecho o dejado de hacer ha estado en la penumbra, es natural que se produzcan reacciones paranoides, de recelo y de rechazo. Al principio las calumnias, proviniendo de las propias víctimas, pueden tener cierto efecto desestabilizador, pero al final no queda más que tomarlas con templanza. La acusación más frecuente en esos ambientes es la de ser policías. Una parte de mis colegas investigadores y la mayoría de activistas de los derechos humanos que trabajan con víctimas de la guerra sucia han estado bajo la sospecha de serlo. Las víctimas vivieron por décadas sin que ningún periodista, investigador o defensor de derechos humanos se ocupara de ellas y al principio no sabían cómo procesar el hecho de convertirse de pronto en un objeto de interés y estudio, pasando de un ámbito exclusivamente privado y cuasi secreto a uno público.  Por otra parte, algo que también desconcierta a las víctimas es que el investigador llegue a saber más que ellas. Su razonamiento es: “¿por qué él sabe más que yo, si yo lo viví? Debe ser de la policía”. Aunque esta forma de pensar nos parezca absurda, debemos enfrentarla con madurez. Puedo asegurar que la mayoría de las víctimas se presta para el diálogo cuando constata la transparencia del investigador. Son pocos los casos en que la víctima persiste en su rechazo apriorístico y su afán de desenmascarar al presunto impostor.  En esos casos, no queda al investigador más que defenderse en público y en privado de tales calumnias. Lo peor que puede hacer –y lo digo con conocimiento de causa– es ignorar a sus detractores y no darle ninguna importancia a su capacidad para hacer ruido y propagar rumores falsos.
Por otro lado, es importante considerar la cuestión de género. Algunas mujeres tienden a sentirse más cómodas ofreciendo su testimonio a otra mujer, y son más parcas con los hombres. Por el contrario, hay algunos hombres que piensan que las mujeres son como huéspedes en un ámbito fundamentalmente masculino (recordemos que se trata de testimonios de guerra), y su preocupación por la manera en que los percibe el género opuesto puede modificar su testimonio, enfatizando ya sea la heroicidad o la victimización. Desde luego, también hay hombres y mujeres con concepciones de género más equitativas.  
Otro aspecto que me gustaría destacar es la posible dependencia de la víctima hacia el investigador con orientación en derechos humanos. Es cierto que la víctima idónea es la proactiva, la que aprende las estrategias legales, jurídicas, mediáticas, informativas, etc. para defender su caso y las pone en práctica, pero al menos en México ese tipo de víctima escasea, pues la mayoría de aquellos que sufren tortura, cárcel injustificada, desaparición forzada o ejecución extrajudicial pertenecen a estratos sociales bajos o medio-bajos. Cabe recordar que en la Argentina ocurrió lo opuesto, pues una gran cantidad de víctimas eran de clase media y media alta y eso permitió la canalización de muchos recursos (monetarios, materiales, intelectuales, etc.) hacia las agrupaciones de derechos humanos, lo que a la larga les permitió obtener conquistas fundamentales. En México las víctimas y sus escasos aliados no cuentan con la escolaridad, los fondos económicos ni las redes sociales adecuadas para luchar contra el Estado. Por ende, a veces resulta difícil establecer los límites del trabajo profesional en relación con las necesidades de las víctimas. Por ello, el investigador debe delimitar claramente sus funciones y no comprometerse a hacer algo que rebase sus capacidades.
Todos los casos son relevantes y demandan un gran esfuerzo, pero el investigador cometería un error al pretender atenderlos todos o incluso pretender ir más allá de lo humanamente posible. Lo más factible es que no llegue a revisar a fondo y a dar seguimiento más que a una decena de casos (desde luego, eso dependerá de su propia agenda de investigación y de su financiamiento). Al principio de mi investigación pensé que podía documentar todos los casos de desaparición forzada, pero eso resultó inviable. Además, uno de mis errores más grandes fue haber creído que, una vez agotado el trabajo en los archivos de la policía y el ejército, sería posible localizar otras fuentes (orales o documentales) para dar con el paradero de los desaparecidos, y de algún modo transmití ese optimismo a algunas víctimas, lo cual fue contraproducente. Al final aprendí que la experiencia argentina era la más ilustrativa en ese terreno: sólo un poderoso movimiento social que reivindique a las víctimas del terror de Estado frente a un gobierno sensible y dispuesto a hacer justicia puede lograr que se produzcan iniciativas institucionales para buscar a los desaparecidos.
Algunos activistas se sienten frustrados con las víctimas porque éstas no muestran disposición para insertarse en la lucha social. Creo que se debe entender que la represión tiene efectos diferenciados entre las víctimas: a algunas las moverá al terreno de la lucha, pero a otras las inhabilitará de por vida.  A una víctima que nunca ha participado en ningún movimiento social y que no pertenece a ninguna red política, difícilmente se le puede exigir que improvise a consecuencia de su circunstancia de víctima. En algunos casos, las víctimas con mayores niveles de resiliencia pueden ser más colaborativas, pero en definitiva trabajar con víctimas despolitizadas es un reto muy grande, pues al no tener iniciativa propia o los recursos necesarios, acudirán siempre al investigador o al defensor de los derechos humanos para que hagan las gestiones que a ellas les corresponden. En este caso mi actitud ha sido ambigua: si bien al principio aceptaba actuar a nombre y representación de las víctimas, con el paso del tiempo establecí los límites de mis funciones y en qué cosas podía y no podía auxiliarlas. Hay que admitir que aún cuando aparentemente sea poco lo que uno puede hacer por las víctimas, es algo que difícilmente alguien más hará.  Es probable que mi única contribución consista en haber rescatado a una docena de víctimas del olvido, ayudar a sus familias a obtener información sobre ellas y presentar denuncias en la PGR. Eso puede parecer poco, pero en el contexto en el que se produjeron los hechos fue suficiente. Senté las bases sobre las cuales las familias pueden exigir justicia legalmente y presentar sus casos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), aunque eso dependa de ellas, no de mí. No es juicioso pretender ir más allá de las posibilidades reales o la voluntad de las víctimas.
Es muy importante que se evite generar falsas expectativas. En el caso de la desaparición forzada, es adecuado ayudar a la víctima a lidiar con la incertidumbre: no sabemos si su familiar está vivo o muerto, en eso consiste el hecho atroz de su desaparición. Fomentar en la víctima la idea de que está necesariamente vivo o la de que algo que ella haga puede ocasionarle la muerte, sólo ocasiona más dolor y frustración a largo plazo.  Desde luego, llega un punto en el que, después de 30 o 40 años las víctimas se enfrentan con la realidad de que ya no es físicamente posible que su familiar siga con vida (por edad o por enfermedad). En esos casos no se debe desalentar la lucha, sino mostrar que legalmente el derecho a la verdad, al duelo y a dar una sepultura digna a los deudo, sigue intacto.

Los focos rojos
La convivencia intensa entre el investigador y las víctimas puede dar lugar a situaciones complicadas, en las que se presentan los inconvenientes de cualquier relación humana. No es infrecuente que la víctima demande apoyo económico del investigador o que le pida otros favores que no son de su incumbencia. Se trata de dilemas éticos difíciles de sortear. Si la víctima está en una situación desesperada es inevitable negarle un gesto de solidaridad. Sin embargo, esta práctica puede volverse recurrente. La mayoría de las víctimas de Estado se encuentran en una situación económica deplorable, a consecuencia de los abusos de que fueron objeto. No es idóneo que el investigador ofrezca siempre su mano amiga, pues puede ser visto por la víctima como un benefactor, y al momento en que retire ese apoyo material o moral, puede ser percibido como enemigo y recibir las acusaciones más descabelladas (por ejemplo, la de usar a las víctimas con fines instrumentales para obtener información, entre otras). Lo más sensato para el investigador sería sugerir a la víctima lugares a los cuáles acudir para recibir apoyo económico, material, psicológico, etc., sin comprometerse a brindarlo personalmente.
Durante algún tiempo, a mis 24 años y con ingresos magros, sentí que era mi obligación ayudar a los familiares de los desaparecidos, porque nadie más lo hacía.  Si bien encontré algunas víctimas que, por el contrario, sentían que era su deber apoyarme monetariamente con mi investigación, que era autofinanciada, también encontré a otras que pensaban que la sociedad estaba en deuda con ellas y que todos éramos responsables de su sufrimiento, por no haber mostrado interés ni solidaridad ante sus tragedias individuales y colectivas.  Había víctimas que sólo pedían favores cuando en realidad lo necesitaban, en cambio, había otras que, no contando con actividades remunerativas, se dedicaban a pedir dinero o a buscar beneficios derivados de su posición de víctimas. En estos casos tuve desacuerdos profundos que derivaron en roces, e incluso en choques frontales. Recientemente me enteré que hubo una víctima que pidió dinero a mi nombre, argumentando que yo haría un peritaje histórico sobre el caso de su madre desaparecida. Este hecho reprobable es sólo el pináculo de una serie de actitudes erráticas de alguien que tuvo la astucia de manipular a varias personas amparándose en su discurso de víctima. Cuando se suscitan estos hechos desagradables, no queda más que asumir los errores propios y deslindarse públicamente de prácticas deshonestas.  Aún cuando el abuso de confianza por parte de una víctima es más bien la excepción y no la regla, el investigador debe estar prevenido contra él. De ninguna manera se trata de linchar a la víctima (por eso me he ahorrado el nombre de mi timador), sino de alejarse de ella y señalar (en público o privado, según lo demande el caso) las razones por las que no se puede tener ningún vínculo con ella.
Otro hecho, menos grave, pero sobre el que también debe ser advertido el investigador es el de las relaciones interpersonales con las víctimas. No es extraño que se produzcan relaciones de compañerismo y amistad, y en casos excepcionales, de noviazgo. Es fácil mantener una relación sana y cordial cuando no se transgreden las fronteras claramente establecidas desde un inicio. En caso contrario, las relaciones se pueden deteriorar drásticamente. El investigador debe ver un foco rojo cuando la víctima empieza a entrometerse con su vida privada, opinando sobre cuestiones muy personales. Es natural que las víctimas consideren que, así como ellas se han abierto con el investigador, contándole asuntos íntimos, tienen derecho a preguntar al investigador sobre su vida. El investigador debe dejar en claro que su interés por la víctima no es personal, mucho menos morboso, sino que es fundamentalmente profesional y humanitario. Así, mientras que el testimonio de la víctima redunda en un beneficio para la causa legal, el que la víctima sepa la vida privada del investigador no tiene ningún valor. Si el investigador insiste en abrir su intimidad hacia las víctimas, puede desencadenar reacciones humanas típicas, que pueden convertirse en un obstáculo para el trabajo y en un dolor de cabeza a nivel emocional.  


[1] Mi concepto de víctima abarca: 1) a los exmilitantes de organizaciones político-militares que sufrieron tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes, desaparición forzada temporal, procesos penales irregulares y otros abusos a sus derechos humanos; 2) a los civiles que sufrieron los mismos abusos a consecuencia de sus relaciones de parentesco, amistad o vecindad con los insurgentes, y 3) a los familiares de las víctimas de desaparición forzada, reconocidas como tales por el derecho internacional humanitario.

jueves, 14 de febrero de 2013

14 de febrero de 1974, Nepantla, galería virtual

Estas son las únicas fotos conocidas hasta ahora de la masacre de Nepantla de 1974. Por respeto a los familiares de los deudos, no se incluye la mayoría de las fotos, que corresponden a los cadáveres de cinco militantes.

https://plus.google.com/photos/100451941198701923099/albums/5844863229191807937/5844863231642470034

martes, 12 de febrero de 2013

10 años recuperando la memoria histórica y nota sobre el presente.


10 años recuperando la memoria histórica

En marzo de 2003 empecé a asistir a actividades relativas al periodo conocido como la guerra sucia mexicana. Esos eventos, marginales y modestos, reunían a un puñado de exguerrilleros que sobrevivieron a la tortura, la cárcel e, incluso, la desaparición forzada, así como a sus familiares y amigos. Los objetivos eran múltiples, pero no erraría al asegurar que el central era la reivindicación de los cientos de militantes “caídos en la lucha”. Para algunos -pesimistas respecto a las posibilidades de la alternancia democrática y la promesa foxista de investigar los abusos del pasado- dicha reivindicación debía consistir únicamente en rescatar la memoria de la lucha guerrillera, haciendo frente a quienes por décadas la habían satanizado o pretendían minimizarla.  Para otros, en cambio, sólo la exigencia de una justicia pronta y expedita para las víctimas ameritaba correr el riesgo de develar la pesada cortina de impunidad y silencio que cubría aquellos ominosos hechos.

El movimiento armado socialista mexicano no se caracterizó por grandes combates o golpes espectaculares, no hubo siquiera columnas que se hubieran batido cotidianamente contra el ejército. Sin ignorar ni menospreciar las acciones contundentes o de gran resonancia mediática, como los secuestros y algunos actos de sabotaje, podría decirse que las actividades guerrilleras a lo largo de 18 años (1964-1982) fueron escasas y de bajo impacto. No, el movimiento definitivamente no estuvo hecho de hazañas sino de muertos, un número de muertos y desaparecidos que ha sido negado o subestimado hasta el hastío por diversos actores, tanto oficiales como extrainstitucionales, sin ninguna investigación de por medio. Así, no es de extrañar que casi todas las actividades conmemorativas de aquella guerra se centraran en homenajear a los ausentes, contribuyendo a la creación de hagiografías revolucionarias. Cada drama individual nos aproximaba a descifrar la paradoja de por qué hubo más caídos que participantes en acciones armadas. Después de analizar todos los casos en conjunto, a nadie podría caberle la menor duda de que hubo un complejo organizado y dispuesto para violar el debido proceso, perseguir, asesinar, matar, torturar, desaparecer y encarcelar no sólo a los opositores sino a sus redes sociales, de una forma que, si bien no tuvo el carácter industrial del nazismo, se desarrolló planeada, maquinal y sistemáticamente.

No me resulta fácil hacer un recuento aunque sea mínimo de lo que han entrañado estos diez años de aprendizaje, investigación, escritura, búsqueda de los desaparecidos y lucha por la justicia, sin embargo, en relación con el tema, quisiera compartir la preocupación que me embarga desde que la llamada “narcoguerra” desbordó a las instituciones y a la sociedad misma, desplazando por completo el incipiente interés público por la “guerra sucia”. Mi investigación académica comenzó en el otoño de 2003, exactamente tres años antes de que Felipe Calderón declarara la guerra al crimen organizado.  El primer episodio que decidí investigar fue la masacre de Nepantla de 1974, en la que siete militantes de las FLN fueron atacados por sorpresa por la Policía Militar en una casa de seguridad, sin posibilidad de defenderse. Esta indefensión es la que me llevó a asegurar que los cinco militantes caídos habían sido ejecutados extrajudicialmente y no muertos en combate. La reconstrucción del ataque y su historia profunda (¿quiénes eran las FLN, qué hacían en Nepantla y cuáles fueron las consecuencias de este episodio?) me llevó varios meses de trabajo de archivo y de campo. Probablemente después de seis meses tuve una idea más clara sobre los protagonistas, sus actividades clandestinas y el desenvolvimiento de los hechos en el transcurso de la noche del 14 de febrero de 1974. Esta idea, que creía convincente y acabada, fue desafiada por nuevas investigaciones, especialmente la que hizo Luisa Riley para el documental “Flor en Otomí”. Yo me inclino por pensar que la saña con la que actuó la Policía Militar en Nepantla se debe a la coincidencia con el ataque de una escolta militar en Xalostoc, perpetrada por la Liga Comunista 23 de Septiembre, la misma noche del 14 de febrero, el cual tuvo un saldo de cuatro soldados muertos. Para Luisa, en cambio, se trataba de una cuestión directamente asociada con Luis Echeverría, quien tenía una casa de campo en Nepantla y, de algún modo, se habría sentido invadido en su feudo. Aunque por aquellos días Echeverría se encontraba de gira por Europa y el responsable de la seguridad nacional era el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, la hipótesis a la que podría denominarse como la del “señor feudal” también tiene elementos a su favor.

La investigación de la matanza se disparó en varias direcciones, despertando el interés de algunas personas por el tema, lo cual se vio reflejado en artículos (de divulgación o académicos), exposiciones  fotográficas y documentales. Nepantla se convirtió en una metonimia de la guerra sucia y Dení Prieto en el símbolo femenino de una generación de guerrilleros mexicanos. Nepantla, que no era más que un trozo de hielo diminuto en la punta del iceberg. Sin embargo, el peso del terror de Estado de aquellos años debe cifrarse en lo cualitativo, más que en lo cuantitativo.  Por eso, cada que alguien intenta minimizar la acción del Estado, a través de sus fuerzas de seguridad, es necesario enfatizar que los niveles de sevicia de la guerra sucia están directamente vinculados con la violencia desproporcionada y espectacular del crimen organizado (el cual desde luego amplió y perfeccionó la metodología del terror). El origen del mal radical está en el mal radical que lo precedió. En términos factuales, no es difícil establecer las conexiones entre la antigua escuela de torturadores de los cuerpos policiacos y paramilitares y la escuela del sicariato. Muchos militares de alto rango implicados en la contrainsurgencia también se convirtieron en piezas clave en las estructuras de los cárteles. Dos de los presidentes que participaron en la guerra sucia, jugaron un papel –por aquiescencia, acción u omisión– en la conformación de las redes del crimen organizado y el tráfico de estupefacientes. Al estudiar ese complejo entramado de intereses político-económicos se pueden advertir claramente los paralelismos y las imbricaciones entre ambos procesos, así como la simbiosis originaria entre la clase política y el crimen organizado. El mal es ciertamente un rizoma. En este caso, una de las raíces va directamente de la guerra sucia a la narcoguerra.

Nota sobre el presente
La narcoguerra ha opacado completamente los acontecimientos de las décadas de los sesenta y setenta, tanto cuantitativa como cualitativamente. Durante mi trabajo de campo fue frecuente escuchar testimonios de personas que habían sido torturadas con toques eléctricos. En la actualidad, los criminales torturan con soplete, ya sea para “dar una calentada” o para arrancar miembros del cuerpo, provocando una agonía terriblemente larga y dolorosa. ¿Qué es la picana al lado del soldador? La guerra sucia, pese a sus dramáticos episodios de terror estatal y su cúmulo de atrocidades inauditas, fue tan sólo un pequeño anticipo de lo que sería la narcoguerra. Pensar en la masacre de Nepantla, en el significado político y personal que tuvo para los sobrevivientes de las FLN (fundadores, por cierto, del EZLN), en el dolor que vivieron por décadas los familiares de los caídos -a quienes ni siquiera se les permitió recuperar los cuerpos-, y en los esfuerzos que muchas personas hemos hecho por rescatar esta memoria, evidencia la existencia de dos actitudes antagónicas ante la historia y ante la moral: una que resignifica la agencia y el valor de la vida de cada individuo y otra que los niega radicalmente. Esta última, por desgracia, es la que se ha extendido como un cáncer en todo el tejido social.

Es difícil imaginar qué será del México del siglo XXI, en donde predominan los combates diarios, los "daños colaterales", las masacres presentadas como enfrentamientos entre criminales, las prácticas de tortura llevadas a extremos bestiales y grotescos. ¿Quién investigará con paciencia y denuedo una sola de las cientos de masacres para hallar a los culpables? ¿Quién podrá encontrar el significado profundo de estas cantidades industriales de horror? ¿Quién se atreverá a romper el silencio que se hace en torno a los que gritan y claman justicia? ¿Quién podrá convencer a una sociedad enferma de miedo que la seguridad no tiene nada que ver con acumular cifras de criminales abatidos? Porque ciertamente, los números que se suman día con día a los más de cien mil muertos, veinte mil desaparecidos y decenas de miles de torturados, no comunican ningún mensaje, más allá de infundir miedo y desesperanza.

La narcoguerra ha destruido los valores humanos con los que operábamos hasta antes del 2006. Hemos perdido la dimensión de cuántos muertos son muchos y cuánto deben importarnos. Hemos optado por cerrar los ojos o concentrar la mirada en cualquier fragmento de la pared que no esté manchado de sangre. El miedo a ser baleados, secuestrados, desaparecidos o descuartizados ha provocado que seamos indolentes hasta la ignominia. La única filosofía de vida que priva es la del cinismo y la desfachatez, bajo el lema: “mientras a mí no me toque, me vale”. No importa cuánta retórica gasten algunos en decir que la guerra les importa, su pasividad los desmiente.

Estudiar la masacre de Nepantla me convenció de que ninguna contribución para recuperar la memoria o luchar por la justicia es irrelevante. Un solo esfuerzo individual, llevado a cabo de manera tenaz y sostenida, puede desencadenar procesos benéficos, y si tal esfuerzo se emprende de forma colectiva, puede resultar en algo realmente grande. Por ello, no podemos renunciar a la búsqueda de la verdad y la justicia, para todos y cada uno de los agraviados por los crímenes que se han cometido al amparo de instituciones corrompidas, desde los sesenta hasta la fecha. La lucha contra un mal que parece químicamente puro es la única forma efectiva de recuperar nuestra humanidad y oponerla al salvajismo y la barbarie. Y sí, debemos voltear al pasado, porque nunca es tarde para combatir la raíz del mal.