jueves, 14 de febrero de 2013

14 de febrero de 1974, Nepantla, galería virtual

Estas son las únicas fotos conocidas hasta ahora de la masacre de Nepantla de 1974. Por respeto a los familiares de los deudos, no se incluye la mayoría de las fotos, que corresponden a los cadáveres de cinco militantes.

https://plus.google.com/photos/100451941198701923099/albums/5844863229191807937/5844863231642470034

martes, 12 de febrero de 2013

10 años recuperando la memoria histórica y nota sobre el presente.


10 años recuperando la memoria histórica

En marzo de 2003 empecé a asistir a actividades relativas al periodo conocido como la guerra sucia mexicana. Esos eventos, marginales y modestos, reunían a un puñado de exguerrilleros que sobrevivieron a la tortura, la cárcel e, incluso, la desaparición forzada, así como a sus familiares y amigos. Los objetivos eran múltiples, pero no erraría al asegurar que el central era la reivindicación de los cientos de militantes “caídos en la lucha”. Para algunos -pesimistas respecto a las posibilidades de la alternancia democrática y la promesa foxista de investigar los abusos del pasado- dicha reivindicación debía consistir únicamente en rescatar la memoria de la lucha guerrillera, haciendo frente a quienes por décadas la habían satanizado o pretendían minimizarla.  Para otros, en cambio, sólo la exigencia de una justicia pronta y expedita para las víctimas ameritaba correr el riesgo de develar la pesada cortina de impunidad y silencio que cubría aquellos ominosos hechos.

El movimiento armado socialista mexicano no se caracterizó por grandes combates o golpes espectaculares, no hubo siquiera columnas que se hubieran batido cotidianamente contra el ejército. Sin ignorar ni menospreciar las acciones contundentes o de gran resonancia mediática, como los secuestros y algunos actos de sabotaje, podría decirse que las actividades guerrilleras a lo largo de 18 años (1964-1982) fueron escasas y de bajo impacto. No, el movimiento definitivamente no estuvo hecho de hazañas sino de muertos, un número de muertos y desaparecidos que ha sido negado o subestimado hasta el hastío por diversos actores, tanto oficiales como extrainstitucionales, sin ninguna investigación de por medio. Así, no es de extrañar que casi todas las actividades conmemorativas de aquella guerra se centraran en homenajear a los ausentes, contribuyendo a la creación de hagiografías revolucionarias. Cada drama individual nos aproximaba a descifrar la paradoja de por qué hubo más caídos que participantes en acciones armadas. Después de analizar todos los casos en conjunto, a nadie podría caberle la menor duda de que hubo un complejo organizado y dispuesto para violar el debido proceso, perseguir, asesinar, matar, torturar, desaparecer y encarcelar no sólo a los opositores sino a sus redes sociales, de una forma que, si bien no tuvo el carácter industrial del nazismo, se desarrolló planeada, maquinal y sistemáticamente.

No me resulta fácil hacer un recuento aunque sea mínimo de lo que han entrañado estos diez años de aprendizaje, investigación, escritura, búsqueda de los desaparecidos y lucha por la justicia, sin embargo, en relación con el tema, quisiera compartir la preocupación que me embarga desde que la llamada “narcoguerra” desbordó a las instituciones y a la sociedad misma, desplazando por completo el incipiente interés público por la “guerra sucia”. Mi investigación académica comenzó en el otoño de 2003, exactamente tres años antes de que Felipe Calderón declarara la guerra al crimen organizado.  El primer episodio que decidí investigar fue la masacre de Nepantla de 1974, en la que siete militantes de las FLN fueron atacados por sorpresa por la Policía Militar en una casa de seguridad, sin posibilidad de defenderse. Esta indefensión es la que me llevó a asegurar que los cinco militantes caídos habían sido ejecutados extrajudicialmente y no muertos en combate. La reconstrucción del ataque y su historia profunda (¿quiénes eran las FLN, qué hacían en Nepantla y cuáles fueron las consecuencias de este episodio?) me llevó varios meses de trabajo de archivo y de campo. Probablemente después de seis meses tuve una idea más clara sobre los protagonistas, sus actividades clandestinas y el desenvolvimiento de los hechos en el transcurso de la noche del 14 de febrero de 1974. Esta idea, que creía convincente y acabada, fue desafiada por nuevas investigaciones, especialmente la que hizo Luisa Riley para el documental “Flor en Otomí”. Yo me inclino por pensar que la saña con la que actuó la Policía Militar en Nepantla se debe a la coincidencia con el ataque de una escolta militar en Xalostoc, perpetrada por la Liga Comunista 23 de Septiembre, la misma noche del 14 de febrero, el cual tuvo un saldo de cuatro soldados muertos. Para Luisa, en cambio, se trataba de una cuestión directamente asociada con Luis Echeverría, quien tenía una casa de campo en Nepantla y, de algún modo, se habría sentido invadido en su feudo. Aunque por aquellos días Echeverría se encontraba de gira por Europa y el responsable de la seguridad nacional era el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, la hipótesis a la que podría denominarse como la del “señor feudal” también tiene elementos a su favor.

La investigación de la matanza se disparó en varias direcciones, despertando el interés de algunas personas por el tema, lo cual se vio reflejado en artículos (de divulgación o académicos), exposiciones  fotográficas y documentales. Nepantla se convirtió en una metonimia de la guerra sucia y Dení Prieto en el símbolo femenino de una generación de guerrilleros mexicanos. Nepantla, que no era más que un trozo de hielo diminuto en la punta del iceberg. Sin embargo, el peso del terror de Estado de aquellos años debe cifrarse en lo cualitativo, más que en lo cuantitativo.  Por eso, cada que alguien intenta minimizar la acción del Estado, a través de sus fuerzas de seguridad, es necesario enfatizar que los niveles de sevicia de la guerra sucia están directamente vinculados con la violencia desproporcionada y espectacular del crimen organizado (el cual desde luego amplió y perfeccionó la metodología del terror). El origen del mal radical está en el mal radical que lo precedió. En términos factuales, no es difícil establecer las conexiones entre la antigua escuela de torturadores de los cuerpos policiacos y paramilitares y la escuela del sicariato. Muchos militares de alto rango implicados en la contrainsurgencia también se convirtieron en piezas clave en las estructuras de los cárteles. Dos de los presidentes que participaron en la guerra sucia, jugaron un papel –por aquiescencia, acción u omisión– en la conformación de las redes del crimen organizado y el tráfico de estupefacientes. Al estudiar ese complejo entramado de intereses político-económicos se pueden advertir claramente los paralelismos y las imbricaciones entre ambos procesos, así como la simbiosis originaria entre la clase política y el crimen organizado. El mal es ciertamente un rizoma. En este caso, una de las raíces va directamente de la guerra sucia a la narcoguerra.

Nota sobre el presente
La narcoguerra ha opacado completamente los acontecimientos de las décadas de los sesenta y setenta, tanto cuantitativa como cualitativamente. Durante mi trabajo de campo fue frecuente escuchar testimonios de personas que habían sido torturadas con toques eléctricos. En la actualidad, los criminales torturan con soplete, ya sea para “dar una calentada” o para arrancar miembros del cuerpo, provocando una agonía terriblemente larga y dolorosa. ¿Qué es la picana al lado del soldador? La guerra sucia, pese a sus dramáticos episodios de terror estatal y su cúmulo de atrocidades inauditas, fue tan sólo un pequeño anticipo de lo que sería la narcoguerra. Pensar en la masacre de Nepantla, en el significado político y personal que tuvo para los sobrevivientes de las FLN (fundadores, por cierto, del EZLN), en el dolor que vivieron por décadas los familiares de los caídos -a quienes ni siquiera se les permitió recuperar los cuerpos-, y en los esfuerzos que muchas personas hemos hecho por rescatar esta memoria, evidencia la existencia de dos actitudes antagónicas ante la historia y ante la moral: una que resignifica la agencia y el valor de la vida de cada individuo y otra que los niega radicalmente. Esta última, por desgracia, es la que se ha extendido como un cáncer en todo el tejido social.

Es difícil imaginar qué será del México del siglo XXI, en donde predominan los combates diarios, los "daños colaterales", las masacres presentadas como enfrentamientos entre criminales, las prácticas de tortura llevadas a extremos bestiales y grotescos. ¿Quién investigará con paciencia y denuedo una sola de las cientos de masacres para hallar a los culpables? ¿Quién podrá encontrar el significado profundo de estas cantidades industriales de horror? ¿Quién se atreverá a romper el silencio que se hace en torno a los que gritan y claman justicia? ¿Quién podrá convencer a una sociedad enferma de miedo que la seguridad no tiene nada que ver con acumular cifras de criminales abatidos? Porque ciertamente, los números que se suman día con día a los más de cien mil muertos, veinte mil desaparecidos y decenas de miles de torturados, no comunican ningún mensaje, más allá de infundir miedo y desesperanza.

La narcoguerra ha destruido los valores humanos con los que operábamos hasta antes del 2006. Hemos perdido la dimensión de cuántos muertos son muchos y cuánto deben importarnos. Hemos optado por cerrar los ojos o concentrar la mirada en cualquier fragmento de la pared que no esté manchado de sangre. El miedo a ser baleados, secuestrados, desaparecidos o descuartizados ha provocado que seamos indolentes hasta la ignominia. La única filosofía de vida que priva es la del cinismo y la desfachatez, bajo el lema: “mientras a mí no me toque, me vale”. No importa cuánta retórica gasten algunos en decir que la guerra les importa, su pasividad los desmiente.

Estudiar la masacre de Nepantla me convenció de que ninguna contribución para recuperar la memoria o luchar por la justicia es irrelevante. Un solo esfuerzo individual, llevado a cabo de manera tenaz y sostenida, puede desencadenar procesos benéficos, y si tal esfuerzo se emprende de forma colectiva, puede resultar en algo realmente grande. Por ello, no podemos renunciar a la búsqueda de la verdad y la justicia, para todos y cada uno de los agraviados por los crímenes que se han cometido al amparo de instituciones corrompidas, desde los sesenta hasta la fecha. La lucha contra un mal que parece químicamente puro es la única forma efectiva de recuperar nuestra humanidad y oponerla al salvajismo y la barbarie. Y sí, debemos voltear al pasado, porque nunca es tarde para combatir la raíz del mal.