sábado, 26 de septiembre de 2015

Tlatelolco, Iguala, Ayotzinapa


He ido a Iguala tres veces en mi vida, una de paso en un viaje turístico hace más años de los que puedo recordar; la otra cuando hacía investigación de campo sobre la guerra sucia en 2005, y la última en 2011, después de asistir al entierro de Isabel Ayala Nava, la viuda de Lucio Cabañas asesinada arteramente junto con su hermana el 3 de julio, al salir de un templo en Xaltianguis, Guerrero. El 4 de julio un amigo me hizo el favor de llevarme en coche de ida y vuelta de la ciudad de México a Guerrero. En el camino de ida habíamos escuchado historias sobre cabezas desolladas al lado de la carretera; narco-retenes donde asaltaban, violaban y torturaban a civiles indefensos; asesinatos indiscriminados de personas que ingresaban a ciertas zonas de Guerrero con placas del estado de Michoacán. Nos habían informado también que las hijas de Isabel habían recibido amenazas de muerte y que la gente temía que un comando llegara al entierro a matar a todos los presentes, como había ocurrido en otras ocasiones. El clima en el panteón era extraordinariamente tenso. Estábamos rodeados por la policía federal, miembros de un batallón del ejército y halcones del cartel que controlaba la plaza. La familia estaba destrozada, no sólo por el dolor de perder a un ser querido sino porque el crimen fue de una saña inaudita. Las mujeres, baleadas y atropelladas se desangraron en la vía pública porque el ministerio público tardó horas en llegar. Guerrero es un narcoestado y todos sabíamos que el narcoestado la mató, pero quién? Bajo qué motivos? Por qué con tanta sevicia? El entierro y el acompañamiento a la familia concluyeron alrededor de las 9:30 pm y regresamos de inmediato a la capital. Mis nervios estaban en ebullición. Nunca había sentido tanto miedo en mi vida, ni en mis etapas de activista, cuando la policía nos perseguía, nos gaseaba y nos golpeaba, ni cuando hacía trabajo de campo en la selva lacandona y los militares me detenían y me tomaban fotos. Mis entrañas estaban comprimidas, como si estuvieran formando un nudo muy apretado. Tenía tanto miedo que comencé a reír histéricamente, todas mis emociones estaban trastocadas. Hicimos escala en Iguala porque mi amigo tenía que recoger unas cosas en casa de su familia. Eran alrededor de las 12:00 am. Después de estar en una plaza totalmente dominada por los Beltrán Leyva pensaba que Iguala era un lugar seguro pero mi amigo me dijo que nadie salía por las noches porque la ciudad también estaba bajo control del crimen organizado y se había vuelto muy insegura. No lo hubiera imaginado nunca. Iguala, cuna de la independencia. Iguala, la ciudad a donde cualquier iba a comprar oro barato y a visitar sitios históricos… convertida en una plaza más de la narcoguerra. No nos topamos con ningún narco-retén, pero en todo el camino estaba aterrada ante la posibilidad de ver una cabeza o un cuerpo desollado, o de que nos parara una banda de sicarios y nos torturaran, violaran y desmembraran así nada más porque sí. Lo que viví el 3 y el 4 de julio me dejó con stress postraumático. Los primeros días sentía que no podía respirar, me sofocaba, me ahogaba. Durante semanas no pude dormir y cada que sonaba el teléfono pegaba un brinco hasta el techo. Después vinieron las pesadillas, el llanto inconsciente y mi obsesión por hablar de los descabezados. Durante muchos meses no podía hablar de otro tema con cada persona con la que me encontraba. Cuando viajaba fuera de mi ciudad no podía observar el paisaje de la carretera por más de dos minutos por miedo a ver una escena grotesca. Sabía que necesitaba ayuda profesional pero se suponía que yo era la que ayudaba a las víctimas. No hay nadie que ayude a los que ayudan.
            A fines del 2011 me mudé de país y no volví a saber nada de Iguala, excepto noticias esporádicas. El gran golpe vino el 28 de septiembre de 2014 con la noticia de la matanza de Iguala y la desaparición forzada de 43 normalistas de Ayotzinapa. Los normalistas! Mis compitas, con los que había coincidido en tantas marchas y eventos, tan jóvenes unos y casi niños otros, pero muy conscientes y muy radicalizados todos ellos. Los primeros días la información fluía a cuenta gotas y de forma terriblemente confusa. Mi primera impresión fue que algunos estudiantes estaban escondidos y otros habían sido apresados y la policía no quería dar informes. El 4 de octubre la fiscalía del estado empezó a filtrar la versión de que los 43 estudiantes desaparecidos habían sido incinerados en fosas. La presión me bajó súbitamente, me dolió hasta la última capa del corazón. Después vinieron otras tantas versiones, cada una más macabra que la anterior. La versión oficial afirmaba que fueron quemados en un basurero y sus huesos triturados y arrojados a un río. Sospechaba, como todos, que esa no era la verdad, pero algo adentro de mí sí quedó calcinado y triturado. Fui testigo indirecto de la guerra de baja intensidad en Chiapas; me especialicé en el estudio de la guerra fría; investigué la masacre de Tlatelolco, la guerra sucia y sus centenas de ejecuciones y desapariciones forzadas; me tocó de cerca lo de Atenco; fui activista contra la desaparición forzada entre 2004 y 2011. Sí, había dirimido cantidades industriales de terror, pero ningún golpe dolió tanto como Ayotzinapa. Eran unos chavitos, combativos, acelerados, sí, pero unos chavitos inocentes. Quién podía haber cometido una atrocidad de esta magnitud? Cuál era el móvil de la infamia?
Yo me inicié en el activismo estudiantil a los 15 años. Mi primera acción con el contingente al que pertenecía fue participar en la toma de un autobús para ir a la marcha conmemorativa de la masacre del 2 de octubre de Tlatelolco, desde la Preparatoria #8 hasta el centro de la Ciudad de México (exactamente la misma razón por la que los normalistas de Ayotzinapa fueron a Iguala y tomaron camiones). Qué activista estudiantil de escuela pública no tomó un autobús en su vida porque era demasiado pobre para pagar? La diferencia es que en “mis tiempos” las probabilidades de que un camión transportara droga clandestinamente eran demasiado bajas. Si, como sugieren los miembros del GIEI, el operativo contra los estudiantes fue resultado de que tomaron camiones cargados con droga, sin que tuvieran la menor noción al respecto, toda la putrefacción del Estado mexicano y de la iniciativa privada quedaría al descubierto. El ayuntamiento de Iguala y su policía municipal, los cárteles de la droga, la policía federal, el ejército, el gobernador del estado, las empresas Estrella Blanca y Estrella Roja, todos quedarían evidenciados en su colusión con la producción y trasiego de drogas.
La tragedia de Iguala es el rostro de México, de su profunda descomposición, de la ruptura de su estructura moral, de la clase de individuos inescrupulosos y abyectos que monopolizan el poder político, económico y militar. Si en un país a unos chavitos el narcoestado les puede detener, torturar, asesinar, incinerar y desaparecer los restos sin dejar huella por haber tomado unos autobuses, y si gobierno federal se niega a hacer justicia para no revelar que el ejército participa en el narcotráfico, entonces ese país no sirve para nada, para nada. Hay que destruirlo y construir otro. Ya pasó un año, la impunidad persiste, el dolor es más agudo que nunca, las consignas no alcanzan. Pero este dolor que no nos abandona es el que nos impulsa a no rendirnos ante un enemigo que encarna la maldad químicamente pura. Tlatelolco, Iguala, Ayotzinapa, no olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos, y no nos rendimos, carajo, no nos rendimos.

Un país que devora periódicamente a sus jóvenes


Los dioses nos robaron el tesoro
de esas almas de niños que se abrían
a la vida y al bien, cantando en coro...
Allí fue... la mañana era de oro,
Septiembre estaba en flor... ¡y ellos morían!
Amado Nervo
El 13 de septiembre de 1847,  a más de un año de haber comenzado la invasión al territorio mexicano, el ejército estadounidense avanzó sobre la capital de México. Aunque la resistencia era inútil, el gobierno mexicano se negaba a rendirse. Se produjo así la batalla de Chapultepec, en la que seis cadetes del colegio militar entre 14 y 20 años perecieron en combate. El ejército mexicano estaba colapsado, sin dirección y sin rumbo, por eso los cadetes tuvieron que hacer frente al invasor. Dos días más tarde la bandera de las barras y las estrellas ondeaba en el Palacio Nacional de la Ciudad de México. En febrero de 1848 se firmó el tratado de Guadalupe-Hidalgo, por el que México perdió los territorios que comprenden los actuales estados de California, Nuevo México, Texas, Utah, Nevada y partes de Arizona, Colorado, Kansas, Oklahoma y Wyoming.  
De los más de 20 mil muertos que provocó la invasión, los seis cadetes se convirtieron en el símbolo de la disparidad de fuerzas y recursos, metáfora de un poder gigante que aplastaba a una nación imberbe. La historia oficial los recuerda como los niños héroes, aunque en realidad no fueron lo uno ni lo otro; se trataba de jóvenes sacrificados por un gobierno fantasmagórico que, si bien era incapaz de organizarse para presentar una defensa unificada, estaba dispuesto a pelear hasta las últimas consecuencias por un concepto abstracto de honor nacional. A principios del siglo XX el escritor Amado Nervo les dedicó el poema  “Los niños mártires de Chapultepec”,  cuyo verso más recordado es: “Septiembre estaba en flor... ¡y ellos morían!”.
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El 23 de septiembre de 1965 trece guerrilleros del Grupo Popular Guerrillero tomaron por asalto el cuartel militar del pueblo de Madera, en las faldas de la Sierra Madre Tarahumara, en el estado de Chihuahua. De los atacantes, cayeron en combate Arturo Gámiz, Pablo Ramírez, Oscar Sandoval, Emilio Gámiz, Miguel Quiñones, Rafael Martínez, Salomón Gaytán y Antonio Scobell, así como siete militares. Los cinco guerrilleros sobrevivientes se reintegraron a actividades clandestinas. Todos ellos tenían eran estudiantes y maestros entre 17 y 25 años de edad, excepto Gómez de 35. Los cadáveres de los guerrilleros fueron profanados y exhibidos públicamente, para después ser enterrados en una fosa común, por órdenes del gobernador Práxedis Giner Durán, quien pronunció la frase célebre: “Querían tierra? Pues denles tierra hasta que se harten!”. Al día siguiente decenas de personas fueron detenidas y un civil fue asesinado. El presidente Gustavo Díaz Ordaz ordenó un despliegue extraordinario de fuerzas terrestres y aéreas para acabar con lo que quedaba del GPG en la sierra. Sin embargo, también decretó el reparto de tierras entre los campesinos de la región, que era una demanda por la que los movimientos sociales habían peleado por años. Se considera que este episodio marcó el nacimiento de la izquierda armada socialista en México, así como el inicio de la guerra sucia, una guerra tan secreta que fue exitosamente ocultada por el gobierno y los medios durante décadas. La memoria del periodo comenzó a ser rescatada y reivindicada a partir del año 2000, tras el fin de setenta años de gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En estos días los guerrilleros de Madera ya no son vistos como gavilleros y terroristas, como los calificaba la prensa de la época, sino como luchadores sociales que acudieron a un método de lucha que era legítimo en sus circunstancias. En el congreso del estado de Chihuahua se inscribirá con letras de oro: “Mártires de Madera de 1965”. Decenas de libros, artículos, documentales y una película rememoran esta gesta. La conmemoración del 50 aniversario del asalto al cuartel Madera suscitó una cascada de actividades y eventos sin precedentes. En la obra plástica alusiva, hay dos leyendas que se repiten: “ellos sabían por qué” y “Septiembre estaba en flor... ¡y ellos morían!”.
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El 26 de septiembre de 2014 un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa concluyeron una actividad en la ciudad de Iguala y tomaron unos autobuses para regresar a su escuela, cuando fueron baleados por la policía. En el transcurso de la noche, tres estudiantes y tres peatones fueron asesinados, 40 personas fueron heridas y 43 estudiantes fueron detenidos-desaparecidos. Al día siguiente el cadáver torturado de uno de los estudiantes, Julio César Mondragón Fontes, fue arrojado a la vía pública, sin rostro y sin ojos. Los estudiantes tenían entre 18 y 25 años de edad. Las versiones iniciales de los hechos provocaron confusión y especulaciones. Todo parece indicar que el ataque fue un esfuerzo concertado entre el alcalde de Iguala José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, las policías municipal y federal, el cártel de Guerreros Unidos, y el 57avo batallón de infantería del ejército mexicano.  El gobierno de Guerrero y el gobierno federal llevaron a cabo investigaciones tendenciosas que apuntaban al objetivo de ocultar la intervención del ejército. La versión oficial es que el cártel de Guerreros Unidos incineró a los estudiantes en el basurero de Cocula, Guerrero y recogió las cenizas para triturarlas y arrojarlas en bolsas de plástico al río San Juan. Los restos recuperados se encontraban en un estado que hacia imposible su identificación genética, y sólo el perfil genético del desaparecido Alexander Venancio pudo ser debidamente verificado. A partir de la búsqueda de los 43, decenas de fosas con cadáveres incinerados o en alto grado de descomposición han sido encontradas en el área, pero ninguna corresponde a los restos de los normalistas. La investigación oficial fue desestimada en fechas recientes por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.  Ellos sugieren una hipótesis alternativa: que uno de los camiones tomados transportaba estupefacientes o dinero y que esto provocó la movilización de la fuerza pública coludida con los cárteles de la región. En otras palabras, el aparato del narcoestado actuó en su totalidad para defender sus mercancías/ganancias. A la fecha, no tenemos ninguna certeza de lo que ocurrió con los estudiantes desaparecidos, pero en la memoria pública no están vivos ni muertos. El movimiento por la verdad y la justicia se mantiene en pie de lucha. De los más de 150 mil muertos y desaparecidos mexicanos que ha provocado la narcoguerra que inició en el 2006, los 43 desaparecidos y los seis asesinados han sido los únicos que han logrado conmover a la opinión pública nacional e internacional. Una vez más el gobierno mexicano mata a sus jóvenes, a sus estudiantes. “Septiembre estaba en flor... ¡y ellos morían!”.