jueves, 29 de septiembre de 2016

Ayotzinapa, la agonía que no cesa


Por Adela Cedillo

            Para Raúl Álvarez Garín,
In memoriam.
Murió el 26 de septiembre de 2014,
sin enterarse de una masacre que, de
cualquier modo, lo hubiera matado.
Las memorias
El pasado 26 de septiembre se cumplieron dos años de la masacre de Iguala y de la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Guerrero a manos de una coalición de fuerzas gubernamentales y del crimen organizado.[1] Quienes nacimos y crecimos en la Ciudad de México nos acostumbramos a los aniversarios colectivos que, año con año, desencadenan una cascada de anécdotas por parte de quienes vivieron los acontecimientos rememorados. Pareciera que, en cada caso, la gente responde a un entrevistador imaginario que interroga: ¿Qué hiciste cuando cayó la gran nevada en la Ciudad de México de 1967? ¿Qué estabas haciendo cuándo fue la masacre del ’68 en Tlatelolco? ¿Y el halconazo del ‘71? ¿Dónde te tocó el temblor de 1985? ¿Cómo reaccionaste cuando supiste que el EZLN se había levantado en armas en Chiapas en 1994? ¿Cómo te enteraste de la muerte de Colosio? ¿Fuiste de los que votó por Fox en el 2000? En el resto del país, otros terremotos, masacres, huracanes e incendios suscitan semejantes remembranzas colectivas espontáneas, aunque en general son pocos los eventos que logran trascender la barrera del olvido.
Sorprendentemente, de los cientos de miles de episodios de terror de la narcoguerra que inició en 2006, sólo el caso de Iguala/Ayotzinapa se ha constituido en un nudo de la memoria a nivel nacional.[2] Los llamados “43” distan de ser el caso más espectacular en términos cuantitativos o cualitativos. Cifras extraoficiales mantienen que más de 150 mil civiles han sido asesinados en el contexto de la guerra contra las drogas,[3] aunque en 2012 Mauricio Fernández Garza –empresario y alcalde del municipio más rico de América Latina, San Pedro Garza García, N.L.– calculó que para ese año ya había 250 mil muertos.[4] La danza de las cifras de desaparecidos es más volátil aún: el número oficial es de 28 mil, mientras que organizaciones no gubernamentales, que incluyen en sus recuentos a migrantes desaparecidos en su tránsito por territorio mexicano, hablan hasta de 300 mil.[5]
En cuanto al nivel de atrocidad de los hechos –suponiendo que hubiera una escala para medir el horror–, la versión oficial sobre la presunta incineración de “los 43” en el basurero de Cocula, Guerrero[6] no dista mucho del caso de los 49 niños que murieron asfixiados y quemados en una guardería en Hermosillo, Sonora, el 5 de junio de 2009; episodio que reveló la profunda corrupción gubernamental en el sistema de guarderías subrogadas del IMSS, y que desató dudas sobre la intencionalidad del incendio inicial y la responsabilidad directa de servidores públicos.[7]
La selectividad en el tratamiento de las víctimas también ha provocado reacciones airadas por parte de la comunidad feminista, que considera injusto que “los 43” hayan recibido tanta atención en medios mientras que los casos de las más de 40 mil mujeres torturadas, asesinadas y desaparecidas desde 1993 a la fecha sean de escaso interés público. Sin duda, es inadmisible que las decenas de miles de familiares de las víctimas no cuenten con ningún apoyo oficial ni social, ni siquiera el reconocimiento a su dolor, que es el mismo que el de los familiares de los estudiantes desaparecidos.[8]  
La pregunta sigue en el aire. ¿Por qué, entre tantas tragedias y golpes, el de Ayotzinapa dolió más o a más gente? En las redes sociales, este 26 de septiembre se “respondió” a la pregunta fantasma: ¿qué significó Ayotzinapa para ti? Cada vez son menos los que temen hablar desde la subjetividad. Los testimonios virtuales -algunos telegráficos y otros verdaderas filigranas memorísticas- compartían los sentimientos de pasmo, shock, rabia, dolor, indignación, sentido de pérdida del rumbo del país y hasta vergüenza de compartir la nacionalidad de los asesinos y los gobernantes , a estas alturas mimetizados unos con otros. “Ese día yo estaba en… me enteré de la noticia… no lo podía creer… me sacudió la conciencia… sentí mucha rabia… fue el mal gobierno… vivos se los llevaron, vivos…”
Las diferentes explicaciones sobre la relevancia nacional del caso Iguala/Ayotzinapa apuntan a que fue resultado del hartazgo ciudadano tras ocho años ininterrumpidos de violencia, un hecho que tuvo la fuerza para romper las pesadas capas de negación y evasión que caracterizaron a la sociedad mexicana durante todo ese tiempo, con excepción del breve hiato abierto por el Movimiento por la paz con justicia y dignidad en 2012. Al caso Iguala/Ayotzinapa se le llamó “el último clavo en el ataúd”, “el símbolo de la inocencia asesinada”, “el Tlatelolco del siglo XXI”, la expresión última del control del crimen organizado sobre México. Como ocurre con toda interpretación, hay algo de cierto y algo que se queda corto en cada una. Sí, Iguala/Ayotzinapa superó los estándares de lo que estábamos dispuestos a soportar y rompió los espejismos en los que nos evadimos para no aceptar la realidad mexicana, pero demostró que el ataúd precisa de muchos clavos para cerrarse. Sí, fue un símbolo de la inocencia asesinada, pues el promedio de edad de las víctimas era de 20 años, pero no es un caso más grotesco que el de los miles de menores de edad abducidos cada año en México, obligados a trabajar como esclavos sexuales para las redes de trata de personas.[9] Sí, fue el Tlatelolco del nuevo milenio y puso de manifiesto que, precisamente por insertarse en ese imaginario preconstruido, la sociedad tuvo más elementos para procesar los hechos y reaccionar en la esfera pública. Sin embargo, también evidenció que tener una elevada conciencia sobre el pasado no es garantía de que seremos capaces de prevenir la repetición de acontecimientos similares. La sociedad mexicana no fue capaz de hacer justicia por Tlatelolco. Tampoco parece capaz de serlo para Iguala/Ayotzinapa.
Como historiadora, me doy cuenta de que mi gremio ha tenido una gran responsabilidad en la manera en que la sociedad selecciona lo que es relevante del pasado. Por décadas, los historiadores promovieron la visión de que la matanza de  Tlatelolco del ’68 había sido el acontecimiento más importante de la guerra fría mexicana, origen mítico del régimen democrático actual. La guerra sucia y la guerra contra las drogas, que también iniciaron en ese periodo, fueron notablemente ignoradas. Pasaron años para que historiadores como Elizabeth Henson se metieran a estudiar a fondo esos temas para llegar a la conclusión de que: “La desolación actual es el reflejo de las batallas perdidas cincuenta años atrás.”[10] Estas batallas fueron las de la sociedad civil, a favor de las libertades democráticas, pero también las de los grupos revolucionarios que intentaron derrocar el gobierno autoritario del PRI e instaurar una sociedad socialista, justa e igualitaria. Y no sólo eso: para ser ecuánimes, tendríamos que tomar en cuenta a los campesinos gomeros y marihuaneros que lucharon por defender la única fuente de sustento de la que disponían en regiones que se encontraban entre las más pobres del país (la Sierra Madre Occidental y la Sierra Madre del Sur). Si el Estado en vez de exterminarlos una y otra vez desde la década de 1940 los hubiera legalizado y certificado, el día de hoy no estaríamos recogiendo la historia mexicana contemporánea en fragmentos de huesos incinerados en fosas clandestinas.
Encuentro positivo que la sociedad mexicana tenga al menos un nudo de la memoria sobre esta narcoguerra sin fin. Sin embargo, para historiadores, educadores, periodistas y otros formadores de opinión pública, es un reto de gran complejidad hacer notar que “los 43” sólo son la expresión más visible del dolor nacional. Si bien es cierto que las actuales instituciones mexicanas han demostrado estar tan corrompidas que son el instrumento menos idóneo para investigar y sancionar los casos de más de 150 mil asesinados y 30 mil (o ¡300 mil!) desaparecidos, el problema ha alcanzado una sistematicidad que sólo puede ser combatida en los mismos términos, a través de una lucha contra un sistema que Sayak Valencia denominó como “capitalismo gore”, y que sin duda es algo mucho peor que eso.[11] No sé si haya imaginación política que alcance para proyectar la lucha contra este mal radical, pero no por ello debemos dejar de intentarlo.

Humanidad y responsabilidad moral
El caso de Iguala/Ayotzinapa fue, sin duda, un crimen de lesa humanidad. De hecho, esta categoría de delitos debería servir como un test para probar la humanidad misma del individuo. ¿Te lastima saber que en un país se puede usar toda la fuerza del Estado para matar y desaparecer con métodos bestiales a medio centenar de estudiantes, no por nada que ellos hayan hecho, sino para proteger los intereses de los cárteles del crimen organizado y las mineras trasnacionales?[12] Luego entonces, perteneces al género humano.
Sin embargo, en el México actual son tantos los crímenes de lesa humanidad que pasan inadvertidos o que no generan ninguna empatía que semejante test perdería toda eficacia. Porque si algo ha entrado objetivamente en la más profunda de las crisis en estos diez años de narcoguerra –tanto para los mexicanos como para quienes se benefician de las drogas ilícitas que exportan a todo el planeta los cárteles mexicanos– es el sentido mismo de lo que significa ser humano. La humanidad de los que cortan cabezas por US$400 al mes; de los que tienen en sus manos la justicia y la sofocan; de los testigos silentes; de los que minimizan la narcoguerra; de los que sólo quieren nombrarla de vez en cuando y en un contexto seguro; de los que se conforman con acciones simbólicas para tranquilizar su conciencia; de los que pueden consumir drogas sin detenerse a pensar por un segundo cuántos muertos integran la cadena por la que pasó su línea de cocaína, su inyección de heroína o su porro de marihuana, está en entredicho. ¿Somos aspirantes a humanos? ¿Remedos de humanos? ¿La única versión posible del humano en estos tiempos especialmente canallas? ¿Humanoides? ¿Cuál sería la conducta apropiadamente humana? Esta es otra pregunta de respuesta abierta, que amerita ser detenidamente analizada y trascender la banalidad y la fugacidad del mundo cibernético virtual.
Adolezco de una respuesta que pueda compartir. Desde hace trece años comencé a estudiar temas relacionados con conflictos de baja intensidad y derechos humanos. He conocido a decenas de víctimas directas o indirectas de crímenes de lesa humanidad: individuos que fueron sujetos a tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes; familiares de detenidos-desaparecidos o ejecutados extrajudicialmente y sobrevivientes de genocidio. De todos los crímenes, me pareció que el de la desaparición forzada era el que generaba la afectación psicosocial más profunda y duradera. Mi shock mayor fue el haber conocido a los familiares de los desaparecidos políticos de la guerra sucia mexicana. En el 2004 había madres que llevaban un promedio de treinta años esperando saber algo sobre sus hijos desaparecidos. Una madre me relató cómo salía todos los días a los parques a observar a la gente; se sentaba en una banca con la esperanza de ver pasar a su hija. Su ritual era semejante al de otras madres que revisaban obsesivamente el correo con la angustia viva de quien aguarda recibir noticias frescas, o aquellas que tapizaban sus casas con fotos de sus desaparecidos para no olvidarlos ni por un instante. Hubo una madre que, cuando escuchó el rumor de que los desaparecidos eran tirados al mar desde aviones del ejército, se lanzó a mar abierto en la Costa Grande de Guerrero a buscar el cadáver de su hijo y estuvo a punto de ser devorada por esas mismas olas inclementes.
La desaparición forzada es una agonía que se prolonga indefinidamente. Zombifica a las víctimas, las carcome lenta e inexorablemente, les quita el impulso vital, pero no las deja morir en paz. La desaparición forzada es el último reducto de la guerra del Estado contra la sociedad: es un arma de combate que no se puede sacar de la cabeza una vez que se aloja ahí. Pese a mi profunda empatía con las madres de los desaparecidos, no puedo imaginar lo que es vivir con esa guerra dentro de lo más profundo del ser durante la mayor parte de la vida. Lo único que se me ocurrió es que yo tenía que sumarme a la búsqueda de esos desaparecidos, la cual se complicó terriblemente cuando empezaron a desaparecer decenas de civiles sin ninguna actividad política, a partir del 2006. Comenzó entonces la era del silencio, de gente que ya temía hablar tanto del pasado como del presente. Pese a todo, los seguimos buscando. No nos sentiríamos humanas y humanos si los dejáramos así, desaparecidos. Mejor cambiarles el estatus a: buscados incesantemente.
La mayoría de las madres que conocí se murieron sin saber dónde estaban sus hijos. Sus partidas me partieron a mí también. Ahora ya no sólo se trata de los 1500  desaparecidos presuntamente tirados al mar durante la década de los 70. Se trata de una cifra tan aberrante y abyecta que me cuesta trabajo pronunciarla, sean 30 mil o 300 mil. Con frecuencia me pregunto: ¿cómo vamos a encontrar a los desaparecidos de esta guerra tan amorfa, sin frentes de combate, sin bandos claramente definidos, donde criminales y autoridades intercambian papeles todo el tiempo y donde el asesino de hoy puede ser el presidente de mañana?
La violencia terrorífica ha paralizado a grandes sectores de la sociedad mexicana, sumiéndolos en el miedo, la desesperanza y la resignación. ¿Pero qué pasa con los consumidores de drogas alrededor del mundo, especialmente en el llamado primer mundo? ¿Cómo hacerles entender que sus manos también escurren sangre, que no tiene por qué preocuparles ese país lejano y exótico poblado por gente ajena a su cultura, pero donde, carajo, gente inocente es asesinada brutalmente a cada minuto para que ellos pueden mantener sus adicciones? ¿Cómo promover una discusión global, seria y responsable, sobre la legalización de las drogas y sobre la desmilitarización de la guerra contra las drogas?
            Algo se puede hacer, siempre se puede hacer algo. No podemos saberlo si ni siquiera lo discutimos colectivamente, si ni siquiera dejamos de evadirnos en este mundo absurdo y ficticio de las redes sociales. Sin duda, salir de la matrix y estar dispuestos a habitar el desierto de lo real siempre es el nada modesto primer paso. Eso, si ya no queremos que casos como el de Iguala/Ayotzinapa sean una agonía que no cesa para tantos millares de personas inocentes.


[1] Sobre la colusión entre los diferentes niveles de gobierno y el crimen organizado, los informes realizados por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) no dejan lugar a dudas: http://prensagieiayotzi.wixsite.com/giei-ayotzinapa/informe-
[2] Steve J. Stern define los nudos de la memoria como eventos que interrumpen el flujo normal de los reflejos y hábitos e introducen cuestiones inminentes de memoria y olvido en el ámbito público. “Stern, Remembering Pinochet’s Chile. On the Eve of London 1998 (Durham: Duke University Press, 2004), p. 120.
[4] Aunque era una mera especulación, Fernández basaba su cálculo en los muchos casos que no eran denunciados ni registrados por la prensa ni por las autoridades, así como por la información a la que tenía acceso en su calidad de servidor público, miembro de la elite empresarial y de una de las familias más poderosas del país. http://www.animalpolitico.com/2012/04/edil-de-san-pedro-calcula-en-250-mil-los-muertos-por-guerra-antinarco/
[6] A la fecha, esta versión ha sido severamente cuestionada por peritajes científicos: http://www.sciencemag.org/news/2016/09/experimentos-de-quema-de-cuerpos-siembran-dudas-sobre-la-suerte-de-los-estudiantes
[8] Ariadna Estévez, “A propósito de Nosotras no somos Ayotzinapa: evidencia contra su universalidad”, en http://desposesiondecuerpos.wordpress.com,  fecha de consulta: mayo 28, 2016.
[9] Shaila Rosagel, “México tiene 45 mil niños desaparecidos y su fin es explotación sexual o tráfico de órganos, alerta fundación”, http://www.sinembargo.mx/28-06-2014/1039967
[10] Elizabeth Henson, “Revuelta agraria en la sierra de Chihuahua”, manuscrito.
[11] Sayak Valencia, Capitalismo gore (Barcelona: Melusina, 2010).

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